Selma: el poder de un sueño

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Una obviedad: el cine es movimiento. Es movimiento y las películas históricas como Selma: El poder de un sueño tienden a la inmovilidad. La directora Ava DuVernay recrea un capítulo decisivo en la lucha por el voto de los negros a través de una serie de viñetas en las que los personajes aparecen clavados en zonas precisas del plano, declamando solemnemente, como si se tratara solo de unos adornos vistosos que completan la escena. Los diálogos resultan igualmente pesados, irrespirables: cada actor habla como en una obra de teatro mal dirigida, sin nada de frescura. La planificación es tan obsesiva que la imagen ahoga a los protagonistas encuadrándolos de manera quirúrgica, siempre con el fin de producir algún simbolismo evidente cuyo sentido no pueda escapársele a nadie. En la primera reunión que tienen, Martin Luther King y Lyndon Johnson son filmados casi siempre desde abajo, con contrapicados que los recortan contra dos banderas norteamericanas y un ventanal por el que entra una luz cegadora. La puesta es barroca y parece gritar su propia significación: los contendientes, aunque enfrentados, representan dos caras de una misma nación (dentro del plano, a cada uno le corresponde una bandera). En otro momento, cuando King duda de su desempeño como lider, la cámara lo enfoca con una gigantesca cruz de fondo: el político, un católico fervoroso, es una especie de figura de aliento sacrificial, o por lo menos así nos lo comunica el encuadre subrayadísimo que le dedica la directora. El guion es igualmente reacio a producir cualquier clase de matiz y apuesta a la elaboración de estereotipos unidireccionales: la figura pública de King es reducida a la del héroe abnegado pero inseguro de su propia tarea; el presidente Johnson, a un político calculador pero humano que se ve atrapado entre dos posturas irreconciliables; los empleados estatales y dirigentes locales de Selma, a un montón de villanos crueles y despiadados de los que ni siquiera se sabe con certeza por qué insisten en negar el voto y en reprimir las marchas. Incluso hay apariciones fugaces e intrascendentes de figuras reconocidas como Edgar Hoover y Malcom X: su presencia no suma nada al relato, la película los convoca sumariamente solo para fortalecer un poco la reconstrucción de época.

Paradójicamente, las escenas que en principio más deberían tender a la quietud, terminan siendo son las más encendidas. Se trata de los discursos de King, en los que el ritmo cansino de la película y del actor David Oyelowo cobran vida y le imprimen algo de velocidad a las escenas: Oleyowo está parado en un púlpito, pero la fuerza de sus énfasis y la elegancia de sus cadencias entusiasman y hacen que la película, de alguna forma, se mueva. El escaso caudal de recursos de Selma se resume también en eso: los discursos canalizan toda la energía que la imagen y la banda sonora son incapaces de vehiculizar.

Lo de DuVernay resulta ser una ilustración histórica en clave solemne: los hechos están ahí, despojados de cualquier rugosidad, listos para pasar a conformar un fresco insulso acerca de una gran causa. Las muertes y la represión son filmadas en cámara lenta, como si la directora quisiera sumar a las apuradas algo de lirismo. En las marchas no hay seres humanos, solo figuras impertérritas que caminan inconmovibles hacia su emancipación con el acompañamiento de canciones de protesta que suenan desde el off. Si todo el conjunto se siente rígido, las imágenes de archivo del final no hacen más que acentuar el malestar: las marchas reales muestran a un sinfín de personas cuya vitalidad y dinamismo resaltan todavía más la falsedad de los figurantes de DuVernay. Los manifestantes reales (y sus antagonistas, también) se mueven, están vivos, son todo el cine que Selma no pudo hacer.