Scream

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Perdiéndose el principio, perdiéndose el final

Scream (2022), quinta parte de la franquicia comenzada por Scream (1996) y continuada por Scream 2 (1997), Scream 3 (2000) y Scream 4 (2011), todas dirigidas por el querido Wes Craven y escritas por Kevin Williamson salvo en el caso de la tercera, craneada en gran parte por Ehren Kruger porque Williamson estaba preparando su único intento como director, la algo mucho fallida Enseñando a la Sra. Tingle (Teaching Mrs. Tingle, 1999), lamentablemente es una secuela tardía, redundante y bastante hueca que no consigue ser salvada ni por el cambio de manos en cuanto a las compañías responsables de la faena, de la Dimension Films de antaño a la presente Spyglass Media Group, ni por la impronta de trabajo colectivo de los creadores, pensemos que este cuarto corolario fue dirigido por Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, una dupla que forma parte de Radio Silence junto con el productor Chad Villella, grupo en el que también colaboró Justin Martínez y que viene de otra sociedad previa, bautizada Chad, Matt & Rob y fundada por Villella, Bettinelli-Olpin y Rob Polonsky, en este último caso con la intervención posterior adicional de Martínez y Gillett. La película no sólo resulta más y más de lo mismo y deja entrever el cansancio del formato del metaterror y el metagénero a rasgos macros, algo ya deducido por la catarata de autorreferencialidad palurda y terca del Hollywood de las últimas décadas, sino que pone en evidencia cuánto se extraña a un artesano verdadero como Craven, en simultáneo un experto en el rubro en cuestión, léase los sustos y los gritos, y un cineasta iconoclasta con algo para decir, al contrario de lo que sucede con la mediocridad de unos Bettinelli-Olpin y Gillett que acumulan en su haber una deslucida participación en la despareja Las Crónicas del Miedo (V/H/S, 2012), antología encarada junto a David Bruckner, Glenn McQuaid, Joe Swanberg, Ti West y Adam Wingard, esa paupérrima ópera prima en el largometraje, el mega bodrio Heredero del Diablo (Devil’s Due, 2014), fotocopia berreta y muy torpe de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y la bastante estúpida Boda Sangrienta (Ready or Not, 2019), variación de aquella cacería humana de El Malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), joya de Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack.

Para comprender los problemas de este último eslabón de Gillett y Bettinelli-Olpin, quienes por cierto lo único realmente bueno que hicieron fue intervenir en la sorprendente y muy poco vista Southbound (2015), opus colectivo de Radio Silence junto a Bruckner, Roxanne Benjamin y Patrick Horvath que quebró con una mínima dosis de desparpajo creativo el ambiente ultra conservador del terror y el cine contemporáneos, debemos recordar cómo llegamos a este punto: el glorioso film original de 1996 significó el nacimiento simbólico de esta obsesión hollywoodense con la nostalgia de nunca acabar como una suerte de fórmula comercial ultra reaccionaria y temerosa de toda novedad real que descoloque al público y/ o lo saque de su aburrida zona de confort, amén de funcionar como una parodia hecha y derecha del slasher en una época en la que éste estaba condenado a lanzamientos “directo a video” y nuevas entregas de franquicias ya largamente probadas en taquilla, su primera secuela de 1997 reflexionó, precisamente, acerca de las continuaciones maniáticas y la tendencia del mainstream a maximizar los ingredientes primigenios, la película del 2000, hasta la aparición de esta nueva Scream la más floja de la saga y hoy suplantada en el podio de la peor, satirizó el ecosistema hollywoodense, la memoria popular petrificada y la dinámica estándar de las trilogías como movimientos lelos en un mismo arco narrativo, y finalmente Scream 4, sin lugar a dudas aún la mejor de todas las secuelas, le pegaba duro a la gran industria yanqui de las remakes, las redes sociales omnipresentes, la estupidez de los púberes de las distintas generaciones digitales y especialmente a la sed loca de fama a cualquier precio, ya no sólo exponiendo la propia vida sino destruyendo sistemáticamente la del entorno inmediato y más allá, especie de reformulación/ aggiornamiento de las burlas de siempre de la franquicia para con los medios de comunicación carroñeros representados en el personaje de la pragmática, sagaz y muy adaptable Gale Weathers (Courteney Cox), la presentadora de noticias televisivas que siempre acompaña a su pareja, el policía Dewey Riley (David Arquette), y a la protagonista, Sidney Prescott (Neve Campbell), en la eterna batalla contra los lunáticos que adoptan la máscara de Ghostface para retomar la masacre.

Resulta más que sintomático que el guión de James Vanderbilt y Guy Busick, el primero responsable de obras tan heterogéneas como Básico y Letal (Basic, 2003), opus de John McTiernan, Zodíaco (Zodiac, 2007), de David Fincher, El Sorprendente Hombre Araña (The Amazing Spider-Man, 2012), de Marc Webb, y Sólo la Verdad (Truth, 2015), dirigida por el mismo Vanderbilt, sea apenas un eco pálido del astuto trabajo previo de Williamson y se acople a la falta de paciencia del cine actual y revele desde el vamos, en el primer acto, que las dos nuevas protagonistas, las hermanas Sam (Melissa Barrera) y Tara Carpenter (Jenna Ortega), se vinculan de modo estrecho a Prescott porque la primera es hija ilegítima del asesino en serie excluyente de la película original, Billy Loomis (Skeet Ulrich, elegido por Craven principalmente por su look similar al Johnny Depp del debut de 1984 de ese Freddy Krueger de Robert Englund), ex novio de Sidney y efectivamente quien la desvirgó en su lejana adolescencia. La nueva andanada de muertes, que desde ya tiene por núcleo al círculo de amigos y familiares de las hermanas y trae como corolario directo el regreso a las andadas del elenco promedio estable, léase Campbell, Arquette y una Cox que continúa con su boca maximizada después de una cirugía estética ya muy visible en Scream 4, conecta al pasado con el presente mediante el insistente melodrama púber de la saga -todos parientes o víctimas de todos- y a través de una sensiblería hollywoodense que ahora sí comienza a molestar en serio, algo de lo que Gillett y Bettinelli-Olpin parecen ser conscientes y por ello se esfuerzan muchísimo en simular inteligencia vía muletillas sarcásticas marca registrada, ahora sobre la preeminencia del terror arty de Jordan Peele, Ari Aster, Jennifer Kent, David Robert Mitchell y Robert Eggers, y apelan a la jugada facilista a lo golpe de efecto de matar a un personaje paradigmático, en esta oportunidad Dewey, y a esa simpática algarabía gore de manos, cuellos y muchos pechos acuchillados, también una movida retro que se unifica con las truculencias viscerales de Craven. El gran problema pasa por la ausencia total de originalidad, más teniendo en cuenta que la cocina de este eslabón se remonta a una década atrás y aquel limbo por el fallecimiento de Wes en 2015, a quien la película está dedicada.

Sin ser mala aunque definitivamente tampoco buena, hilarante o siquiera central dentro de la ya vasta iconografía de la franquicia, Scream se extiende mucho más de lo debido, dos horas innecesarias de por medio, y cae en un terreno intermedio entre el olvido inmediato y unas buenas intenciones que no alcanzan para levantar la puntería porque incluso Scream 3, más volcada al humor negro que a la violencia por la cercanía histórica para con la Masacre de la Escuela Secundaria de Columbine del 20 de abril de 1999, resultaba más disfrutable gracias a su propuesta retórica anárquica y desvergonzada que parecía anticipar el derrotero jurídico de Harvey Weinstein, cabeza de Dimension Films, mediante el personaje de John Milton (Lance Henriksen), un productor hollywoodense muy putañero y garante/ artífice de acosos y violaciones. Los realizadores respetan todos los clichés esperables: aquí tenemos una introducción macabra símil corto independiente, tampoco faltan la voz del genial Roger L. Jackson como Ghostface y Red Right Hand (1994), de Nick Cave and the Bad Seeds, sonando por ahí, el compositor Brian Tyler por su parte imita como puede los latiguillos estrambóticos de la música de Marco Beltrami, gran colaborador de Craven, y por supuesto la melancolía cinéfila centrada en el slasher en su acepción hermética/ chauvinista yanqui ahora se ve condimentada con las alusiones al terror arty ya apuntado, ese que se caga en la nostalgia fetichizada del mainstream y su público lobotomizado, y con una “diversidad” de corte marketinero hipócrita que queda en primer plano mediante el fichaje de las latinas Barrera y Ortega, ambas cumpliendo bastante bien en materia actoral dentro de un elenco correcto y nada más que resulta intercambiable. La redundancia incluye a los psicópatas reglamentarios debido a que este quinto eslabón se saltea la fórmula del asesino solitario de la tercera, el hermano director de cine de Prescott, para regresar a las duplas de la original (Loomis y un cómplice bobalicón), la segunda (la madre del ex novio de Sidney y un nuevo tercero del montón) y la cuarta (la prima de la protagonista histórica y el amigo/ novio de la chiflada), hoy combinando a los tumbos la vuelta de tuerca de aquel noviecito traicionero de 1996, aquí Richie Kirsch (Jack Quaid), pareja de Sam, con el recurso retórico de la arpía a toda pompa que desea ser famosa sí o sí símil la memorable Jill Roberts (Emma Roberts) de Scream 4, hoy por hoy ese clon de segunda mano llamado Amber Freeman (Mikey Madison), amiga posesiva de Tara, lo que por cierto pretende funcionar como una reflexión acerca de la costumbre del Hollywood del nuevo milenio de responder al pie de la letra a los requerimientos imbéciles del fandom -o mejor dicho, a lo que los ejecutivos, diversos algoritmos y autómatas del marketing y la publicidad creen que son los requerimientos del fandom- en lo que atañe a los productos audiovisuales destinados al mercado global, algo así como una sustitución de la parodia de la cuarta parte en torno a la celebridad virtual con una sátira muy leve y esquemática -todas las ironías se condensan rápidamente y sin mayor desarrollo en las postrimerías del metraje, como casi siempre ocurre en el acervo industrial de nuestros días- alrededor de la figura del fanático que anhela ser protagonista y/ o tener sus “15 minutos de fama” warholianos canibalizando a sus ídolos al negarles su condición de seres humanos, reducirlos a tótems a los que admirar/ copiar y homologarlos en sí a una escalera que sirve para llegar automáticamente al mentado estrellato y a una nueva película de la franquicita de turno, en la realidad Scream y en el relato en pantalla la saga asimismo interminable de Stab. Esta quinta parte, que desde su título pretende confundirse con la original a ojos del público y de la crítica idiotas que no respetan nada y sólo admiran y suscriben, en suma, no convence ni como un reboot, porque ya está extinto el maravilloso fulgor de la obra maestra primordial de los 90, ni como una continuación bien directa de la propuesta del 2011, situación que implica que tampoco sirve como final de nada ni logra construir reemplazos dignos para un elenco de veteranos que piden a gritos su jubilación…