Rosetta

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Obra maestra en presente

En Rosetta queda claro que, para los Dardenne, la realidad excede a toda posibilidad de comprensión definitiva y que el cine es, antes que un arma de conocimiento, una de desconocimiento. Pero la cámara de los hermanos lucha por conocer.

Noticia de ayer: el primer día de 2010 va a estrenarse una de las películas del año. Aunque Rosetta no es una película del año próximo sino de hace diez, parecería como si en verdad fuera de dentro de diez años. O de cien. No se trata de la hipérbole de un crítico de cerebro acalorado, sino del carácter mismo de la unánimemente considerada obra mayor, hasta la fecha, de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, dos de los contadísimos cineastas esenciales del cine contemporáneo. Contemporánea: ésa es una palabra consustancial a Rosetta. Como pocas, la ganadora de la Palma de Oro en Cannes 1999 da la sensación de transcurrir en un eterno presente que, bueno es aclararlo, jamás se estabiliza, jamás se consolida, jamás es igual a sí mismo.

Ese carácter –la inestabilidad, la situación de tránsito, el modo abrupto en que se establece una relación con el mundo– queda inmejorablemente definido en la secuencia inicial, a esta altura poco menos que legendaria. Una chica atraviesa, a velocidad maratónica, los pasillos de una fábrica. Parece empujada por la cámara, que la sigue con extrema ansiedad. Es interceptada por una autoridad, tiene una discusión, reclama que le den el puesto, argumentan que no es posible, forcejea, pelea, escupe, es echada. De allí en más, Rosetta (la debutante Emilie Dequenne, Palma de Oro en Cannes a la Mejor Actuación Femenina) seguirá buscando empleo. Y peleándose: con su madre, con distintos empleadores, con el administrador del camping en el que ella y la madre tienen instalada su casa rodante, con el empleado de una venta de waffles al paso, que le consiguió un puesto poco duradero.

El plano final, interrumpido por la mitad –al mejor estilo Cassavettes–, muestra a Rosetta por primera vez fija, perpleja, tal vez a punto de pedir perdón. Jamás se sabrá si es así. Para los Dardenne (ver entrevista) la realidad es un exceso. Excede al cine, a la gente, a toda posibilidad de comprensión definitiva. La realidad se escapa. Al ver Rosetta podría decirse que, para los hermanos, el cine es, antes que un arma de conocimiento, una de desconocimiento. El espectador desconoce por qué no le dan a Rosetta el puesto que pide. Desconoce qué pasó con su padre, protagonista de un fuera de campo extremo. Desconoce si la chica tiene o tuvo vida sexual. “No bailo”, le dice a Riquet, el empleado de la wafflera, cuando él la invita, y el modo en que lo dice suena a virginidad. En una escena previa, Rosetta se arroja sobre el muchacho para frenarlo, lo tira de la moto, forcejean sobre el piso: es, sin serlo, el coito más salvaje que el cine haya dado en años.

El espectador desconoce, también, si los dolores de estómago que hacen retorcer a la chica son producto de la tensión, de una enfermedad o hasta, por qué no, de un embarazo. Desconoce si el secador de pelo que se pasa sobre la panza es un método de cura casera, la herramienta con la que se daña o el origen de sus dolores. Desconoce por qué Rosetta está a punto de dejar morir a alguien, aunque cierta traición posterior tal vez ayude a explicarlo. Por una paradoja esencial a su arte, la cámara de los Dardenne, que es su ojo y el del espectador –y que lleva, como en todas sus películas, el extraordinario Alain Marcoen– hace, sin embargo, lo imposible por conocer. Aunque más no sea, por conocer ese centro del mundo que para ella es la protagonista. Por eso la corre durante toda la película, mientras la propia Rosetta también lo hace.

Rosetta corre para conseguir empleo, para cargar con su madre alcohólica, para frenar al administrador, para visitar los varios escondrijos en los que guarda cosas aparentemente sin valor, como los zapatos que se cambia por botas de trabajo. Escondrijos: hay algo animal en Rosetta. Algo de bestia de carga, notorio cuando levanta una bolsa de varios kilos de harina o una garrafa. Algo como de liebre que escapa del cazador, como lo confirma un comentario al paso. “Ojo que hay un zorro por ahí”, le advierte en un momento el administrador del camping, como si fuera ella la que corre peligro. Desde ya que, como todas las películas de los hermanos y más que ninguna otra, Rosetta combina la fisicidad más extrema (el ruido de la moto de Riquet, fuera de campo, es uno de los más aterradores que se recuerden en cine) con el cuento moral, a partir del momento en que la muchacha comete un acto abominable.

Abominable, pero –esto es esencial– no irreparable. Nada es irreparable, nada es para siempre en el cine de los Dardenne. De allí que en sus películas la palabra “moral” no esté asociada con una condena sino con una posible elección, una opción, un desafío. Consecuente con ese carácter no definitivo, Rosetta termina con un plano inconcluso, como cortado al medio, que en lugar de cerrarla la deja abierta para siempre. Esto debe ser entendido tanto en sentido concreto como, sobre todo, en sentido moral, para usar un término que, en plena posmodernidad, los Dardenne han logrado resignificar tal vez como nadie.