Rosalinda

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Rosalinda parece un desprendimiento feliz y luminoso de la película anterior de Piñeiro, Todos mienten. Solamente que acá todos, además de mentir, juegan: a ser otros, a enamorarse, a correr por el bosque. Un día de campo de Renoir resuena en cada uno de los paisajes y los romances que filma Piñeiro, pero el director no trabaja con relatos naturalistas, sino que en sus películas siempre hay capas y capas de ficción que se confunden y que borran sus límites. ¿Dónde empieza y termina la actuación de Luisa? ¿Luisa hace de otra solamente durante los ensayos de Como les guste y se muestra tal cual es con sus compañeros? Difícil pensar eso de la cara (y el cuerpo) más representativo del cine de Piñeiro, la increíble María Villar, maestra del engaño, creadora de intrigas y ladrona del hombre robado del primer largo del director. La película no se preocupa por esclarecer las ambigüedades sino que las explota: los ensayos son expuestos en su andamiaje textual y performático, mientras que los contactos entre los chicos se perciben ajustados y pulidos, como si nunca fueran ellos mismos del todo. Y, desde lejos, asoman los signos esquivos de unos amores que nunca se concretan del todo, al menos hasta la escena de los besos, en la que la película regala besos y más besos, todos gratuitos y alegres. Rosalinda termina con la que seguro va a ser la escena más recordada de este Bafici: los chicos juegan con cartas a algo parecido al Poliladron y en frente de la cámara se levanta de la nada, como una magia juguetona, la trama de engaños, alianzas e intrigas insinuadas (y no tanto) que son la estampa refulgente del cine de Matías Piñeiro.