Roma

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Roma es una película importante por múltiples motivos: porque es el regreso del brillante realizador mexicano Alfonso Cuarón a su México natal con una historia de fuerte sesgo autobiográfico basado en sus recuerdos de infancia, porque ganó el León de Oro en la última Mostra de Venecia y es la principal apuesta de Netflix para ganar su primer premio Oscar; y porque el gigante del streaming cedió por una vez a los deseos del director de Y tu mamá también, Niños del hombre y Gravedad y permitió que el film tuviera un paso bastante amplio por las salas (hoy se estrenará en media docena de cines argentinos y desde mañana estará disponible también en la plataforma para su disfrute hogareño).

Cuarón se comprometió tanto con este proyecto que, cuando su habitual director de fotografía, Emmanuel Lubezki, no pudo participar por problemas de agenda, fue él quien se ocupó de la cámara y la luz (también coeditó luego el film). El resultado estético es prodigioso: cada toma en blanco y negro, cada plano secuencia es una auténtica obra de arte.

Roma -inspirada en sus experiencias familiares a principios de la década de 1970 en el barrio homónimo- es una película que funciona mejor en su primera mitad y cuando trabaja en una dimensión íntima y no tan épica. En su segunda parte abandona bastante las sutilezas, la delicadeza y los matices iniciales para abrazar por momentos la obviedad y apelar a ciertos excesos y regodeos en el sadismo que remiten al cine de su amigo, colega y compatriota Alejandro González Iñárritu.

De todas maneras, durante buena parte de sus más de dos horas, Roma resulta una apasionante mirada a la dinámica familiar, un fascinante registro (reconstrucción) de una época convulsionada, una exploración de las diferencias de clase, del machismo imperante, de esa violencia contenida (que inevitablemente termina por explotar en la circunstancia y en el lugar menos pensados). Cuarón, más allá de las controvertidas decisiones artísticas que toma en la segunda mitad, nunca pierde el control de un relato que, por momentos, remite al cine de los grandes maestros del cine asiático como Yasujiro Ozu y consigue actuaciones prodigiosas tanto de intérpretes profesionales como de otros sin experiencia previa. Una película en muchos sentidos subyugante, con un despliegue visual y sonoro extraordinario que merece ser disfrutado en pantalla grande o, al menos, en las mejores condiciones que permita el consumo hogareño.