Rio

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Pajarracos y pajaritos cariocas

¿Puede tener alguna frescura una película cuyos elementos parecen producto de un curso sobre psicología de masas? Rio hace pensar que sí. Aunque cada pieza del guión tenga su función preasignada, tal vez por una magia propia de la animación algunas de esas piezas gozan de la libertad y encanto suficientes como para parecer espontáneas. Todos los lugares comunes, todas las nociones adquiridas, todos los ítems de la corrección política y ecológica convergen en este nuevo bombazo de la animación global. Y sin embargo –gracias a ciertos detalles de caracterización, a su belleza visual, a logrados apuntes de color– el viaje se hace tan disfrutable como unas vacaciones en la muy limpita Río de Janeiro pre-Olimpíadas y pre-Mundial.

Rio empieza como La delgada línea roja: en un paraíso selvático, en el que el reino animal y el vegetal conviven en la más perfecta armonía... hasta que llega el hombre blanco y pudre todo. Claro que no se trata aquí de una lejana isla del Pacífico sino de la espesura brasileña, en cuyas ramas la mayor variedad imaginable de aves se entrega a la más desaforada batucada. Pero caen desde el cielo redes y jaulas y un grupo de indeseables se lleva a los invaluables loros, tucanes, cacatúas y guacamayos. Como Rango en el desierto de Mojave, una cría de papagayo azul (lo que en Brasil se conoce como arará) tiene la fortuna de caer de la combi de los secuestradores, a la altura de la nevada Minnesota. Años más tarde, adulto ya, volverá a Río junto a la chica que lo rescató y un ornitólogo brasileño. Es que Blu (ese nombre le puso la chica) es el último sobreviviente de su especie. Si no le encuentran novia, la especie se termina.

En Río de Janeiro hallarán a la bella Jewel pero también a los traficantes de aves, contra los que deberán luchar para que el planeta no se despida para siempre de los ararás azules. Con un 3D que quita más de lo que da (los anteojitos oscuros producen una Río permanentemente encapotada), la película dirigida por el carioca Carlos Saldanha (correalizador de todas las Eras del hielo, que debuta aquí en solitario) juega sus cartas marcadas –mensaje ecologista, love story ornitológica, hembras bravas y machos aniñados, Carnaval de Río, hermosas postales y todas las variantes de brazilian music, vigiladas por el interminable Sergio Mendes– sobre una cidade maravilhosa que sin dejar de ser typical recuerda, aunque sea en parte, la de la realidad.

Porque la Río de Rio es también –al menos en la medida en que un film de animación para niños lo permite– la de la violencia, la pobreza extrema y el desprejuicio sexual, con más de un aparente machote llenándose de lentejuelas para el Carnaval. Ese “factor documental” se disipa antes de que algún miembro del público pierda la sonrisa, y por las dudas allí están la Bahía de Guanabara, el Pan de Azúcar y toda la iconografía oficial, cuestión de hacer olvidar toda posible miseria. Debe reconocerse, de todos modos que, producto un poco de la dinámica narrativa y otro poco también de ese mismo masaje sensorial, el viaje del papagayo, la papagaya y los humanos que los apadrinan se sigue con agrado, más allá de que apenas un par de personajes trasciendan la mera cualidad funcional. Uno de ellos es el doméstico, cariñoso y aprensivo Blu –que no se anima a volar, por más que la valerosa Jewel insista– y el otro, el babeante y buenazo bulldog Luis, que confirma que el perro es el mejor amigo de la animación.