Rey de ladrones

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

TIBIO ENSAYO DE DESPEDIDA

El hecho real en que se basa Rey de ladrones –un millonario robo en un emblemático distrito de joyerías de Londres- es su centro narrativo pero también una mera excusa, porque da la impresión de que su verdadero foco pasara por otro lado: una especie de ensayo de despedida de una generación de actores emblemáticos, que funciona como metáfora de los relevos generacionales dentro del submundo criminal.

El problema es que esa operación un tanto melancólica y a la vez un poco irónica en su mirada sobre métodos y códigos propios de una época que evidencia su clausura no termina de funcionar del todo bien. Quizás el ruido surja a partir de un exceso en la acumulación de juegos de máscaras: desde la planificación inicial, a partir del encuentro de un experto en robos ya retirado (Michael Caine) con un joven que tiene la clave para entrar a una bóveda (Charlie Cox); el reclutamiento del resto de la banda y la ejecución del atraco; y los conflictos que se desatan cuando llega el momento de repartirse el botín, mientras la policía empieza a seguirles la pista; todo está pautado por una mascarada constante, una apuesta al artificio que atraviesa la composición de las imágenes, la construcción de los personajes y las múltiples referencias al imaginario que supieron crear a lo largo de sus carreras no solo Caine, sino otros integrantes del reparto, como Jim Broadbent, Ray Winstone, Tom Courtenay, Paul Whitehouse y Michael Gambon.

El relato de Rey de ladrones es un guiño permanente, una meta-historia de robos (que toca las variables de este sub-género) pero también una suma de índices y códigos referenciales a una época del cine británico que se resiste a irse. Ahí hay un mensaje explícito, un diálogo inter e intra-generacional: esos viejos ladrones que se aferran a sus viejas conductas, que se pelean entre sí pero a la vez entablan con el novato en el oficio que encarna Cox un vínculo donde nunca llega a haber confianza o respeto, parecieran representar a una vieja guardia que está despidiéndose hace mucho tiempo, porque al fin y al cabo siempre se las arregla para mantenerse como referente.

Sin embargo, la iconicidad sobre la que se apoya el film de James Marsh es endeble, porque los personajes no llegan a tener verdadera entidad: son estereotipos sin mucha sustancia, que dependen en demasía de las capacidades del elenco. Y aunque es cierto que todos se ponen al servicio del relato, estableciendo una química más que adecuada, al llegar a la hora la propuesta luce un tanto agotada, como si hubiera poco que contar. Frente a esto, la película elige empezar a acumular engaños y jugarretas, a la vez que el profesionalismo de los policías muestra que hay grandes robos que son muy difíciles de llevar a cabo frente a los recursos que pueden tener las fuerzas de seguridad. Pero aun así, nunca llega a salir de superficial en su retrato de los choques generacionales y/o de perspectivas.

Se nota en Rey de ladrones una búsqueda de un tono juguetón y hasta amable, aun en las instancias cancheras o melancólicas. También un intento de contar una típica historia de robos alimentada por los símbolos y códigos del cine británico de hace medio siglo. Pero el experimento de suma de elementos falla, al no confluir las piezas apropiadamente. De ahí que quede un film un tanto vacuo y hasta cansino, que como ensayo de despedida no deja de ser definitivamente tibio.