Reimon

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Réimon corre el peligro de ser leída a las apuradas y malinterpretada por el grueso de la crítica y el público. Del centro de la película ya se habló bastante: Ramona, una chica que vive en alguna parte del sur bonaerense, trabaja limpiando casas de la capital, y en una de ellas sus patrones resultan ser una pareja de jóvenes que lee en voz alta El capital de Marx y que discute con sus amigos las secciones del libro en las que el filósofo explica el carácter mercantil y cuasi esclavo del trabajo humano. El contraste, o la contradicción si se quiere, es obvia: estos tipos de clase media o clase media alta se enfrascan en la lectura cuidadosa del marxismo sin por eso dejar de reproducir el mismo modelo de dominación. Pero resulta obvio que Réimon (así llaman cariñosamente a la protagonista) está poco y nada interesada en utilizar esa contradicción para sancionar a sus personajes y ubicarlos del lado de los explotadores o de las víctimas: justamente, esa sería la estrategia de una mala película que, ya fuera por ingenuidad o por hipocresía, creyera que puede explicar la complejidad del mundo reduciéndola a unos pocos roles socialmente reconocibles.

Es justo al revés: Rodrigo Moreno utiliza ese conflicto como disparador para observar otras cosas, para mirar todo lo que a las películas preocupadas por denunciar los males del mundo se les escapa. Réimon no es un documental pero por momentos los límites del registro y la ficción se mezclan al punto de volverse indiscernibles: qué de verdad y qué de mentira hay en las imágenes de Ramona limpiando con un lustramuebles una mesa de madera atiborrada de objetos, o haciendo con mucho cuidado una cama. O en los largos travellings laterales en los que la cámara la sigue por las calles de su barrio, ya sea de madrugada cuando se dirige a la estación de tren o a la tarde cuando pasea a su perro. La cuestión no es tanto el carácter documental implicado en toda la película (en su vida cotidiana, Marcela Dias trabaja en realidad como guardia de seguridad, pero la casa, los familiares y los perros que registra Moreno son los suyos), sino lo que las actividades de Ramona, y la manera en que las observa el el director, tienen para aportarle al cine más allá de cualquier comentario político acerca de la desigualdad de clases; de paso, como ya se sabe, el motivo de la explotación en cine suele funcionar más como un candado narrativo que como una puerta al mundo, clausura mucho más de lo que abre, cancela la posibilidad de ver qué hay más allá de compartimentación de la gente en explotadores y explotados.

Es que, justamente, Ramona no parece cargar con los signos de la explotación que suelen ser las señas identitarias de las películas que aspiran a desmontar el orden social: la manera en que la (no)actriz maneja los silencios y se reserva sus impresiones y sentimientos termina convirtiéndola en un enigma imposible de ser reducido al estereotipo de la víctima. Porque, podría estar diciéndonos Réimon, es ese cine que en vez de personas solo puede ver víctimas el que está condenando a sus criaturas a una segunda esclavitud; el que, paradójicamente, por vía de la denuncia, las fija en un lugar del que ya no pueden salir. La cuarta película de Moreno, en cambio, procede por aperturas sucesivas; el director nos introduce al universo familiar de Ramona, su barrio, sus largos viajes hacia la capital, las casas que limpia, a las actividades de la pareja que la emplea: dos jóvenes que nada tienen que ver con la protagonista y a los que, sin embargo, la película se cuida de no juzgar ni de etiquetar como burgueses (lo “burgués” viene a ser otro candado frecuente del cine). Uno podría imaginar que la película dice algo así: ya sabemos qué cosa es el marxismo, qué tiene para comentar acerca de los hombres y de sus relaciones, también sabemos qué pasa con el trabajo y el servicio doméstico, que hay clases sociales que llevan vidas muy distintas; está bien, todo eso ya lo conocemos, ahora tratemos de ver qué hay en entremedio, qué se juega en el acto minúsculo de cambiar unos libros de lugar para terminar de limpiar una mesa, o qué tiene para revelarnos acerca de la protagonista un travelling que captura y subraya su particularísimo ritmo y forma de caminar.

Está claro que la película entiende las diferencias económicas y materiales solo como una excusa para hablar de otras cosas. Así y todo, Moreno nos coloca en algunos espacios incómodos en los que el sentido simula precipitarse rápidamente hacia lo ya conocido: la empleadora le ofrece a Ramona ropa vieja pero en perfecto estado que ya no usa, entonces ahí (podríamos sospechar nosotros) se debe estar cociendo algún gesto de superioridad social, alguna batalla secreta que late debajo de la cortesía y aparente solidaridad de la chica. Pero no, esa escena (hay otras) es solo una trampa con la que Réimon nos deja solos y frente a frente con nuestros prejuicios: en el ofrecimiento de las prendas no hay a la vista ningún paternalismo, ningún intento de enseñorearse del otro, solo una posible transacción de bienes que, podría pensarse, hasta subvierte los modos del capitalismo, ya que esa ropa se regala y sale automáticamente del círculo mercantil y deja de tener un valor de cambio.

Otra de las trampas que hay que sortear con cuidado (si no quiere caerse en el agujero de sentido que viene reproduciendo desde siempre el cine mal llamado político) es, claro, la que se activa en las escenas en las que se lee El capital. El reflejo de cualquier espectador podría ser el siguiente: indignación, lisa y llana, respecto de estos personajes que parecen dedicarse en cuerpo y alma a desentrañar lo dicho en el libro de Marx pero que después ejecutan el peor de los actos allí denunciados: la reducción a la servidumbre de una persona libre en una sociedad de mercado. Pero muchas veces el cine nos pide que reeduquemos la percepción, que controlemos mejor los reflejos adquiridos por obra de tantas películas falsamente críticas. Durante esos momentos de lectura, lo que se escenifica no es la contradicción de clase sino, justamente, algo mucho más literal y simple como el acto mismo de leer un texto (en este caso, filosófico) en voz alta; lectura que se realiza con mucha delicadeza y claridad, al punto de que las palabras de Marx parecieran opacarse y convertirse solo en la reverberación de uno sonido y una dicción, pura materialidad que poco y nada entiende sobre teoría política. Que esas escenas no deben ser leídas en la forma acostumbrada lo pone de manifiesto la segunda parte, cuando un amigo de la pareja lee de frente a la cámara y el color predominante del plano es el rojo, como si ese exceso funcionara como nota cómica acerca del sentido político que suele adosársele al rojo y, también, como guiño un poco burlón a La chinoise. Comprender en forma lineal esas escenas sería un error, parecen señalarnos la fotografía, el encuadre e incluso la mirada seria a cámara del lector una vez terminado el pasaje; en cambio, deberíamos dirigir nuestra atención a otras partes de la película, por ejemplo, tendríamos que ver qué ocurre con el cuerpo de los actores durante la lectura, o cómo es que se escuchan las palabras (y las frases, y los párrafos) una vez que su textura es puesta en relieve por la voz pausada, rítmica y extremadamente nítida de los intérpretes.

Estas son apenas algunas cosas que pueden decirse de Réimon. Pareciera que la película misma anuncia su propio ancho discursivo: una vez que podemos corrernos de la anécdota principal (la diferencia de clases, la explotación) es difícil calcular qué tantos pliegues de lo filmado pueden abrírsenos con solo dirigir la atención a los planos que componen la película, o con solo seguir el caminar lento y seguro, casi bamboleante de Ramona.