Red social

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

I. Uno de los temas que más atraviesa el cine estadounidense de hoy es la adolescencia y la manera en que los adolescentes se relacionan con el mundo. A diferencia de otras épocas, los jóvenes de las películas actuales no son gente común y corriente, sino que siempre necesitan de un plus, de un extra. Por ejemplo, en una película ochentosa como Los goonies, los chicos se lanzaban a la aventura sin más armas que las ganas y la curiosidad por lo nuevo. En cambio, ahora los adolescentes aparecen siempre construidos con algún atributo artificial: son magos, vampiros, hombres lobo, guerreros, elegidos o genios de la informática. No es que en el cine de antes no hubiera adolescentes así, pero al menos no constituían la mayor parte de la oferta cinematográfica mainstream orientada a un público joven (en otros tiempos, esos adolescentes pertenecían más bien a los territorios inciertos de la clase B y el cine explotation). Desde hace algunos años, la cuestión de fondo parece ser siempre la misma: hacer que los jóvenes sean poderosos, fuertes, pero que, sin embargo, se enfrenten a los problemas cotidianos como lo haría cualquier espectador. No por nada el personaje que constituyó la columna vertebral del boom de películas de superhéroes fue Spiderman. Importa poco que un joven pueda conjurar terribles hechizos o ser un superhéroe valiente en sus ratos libres; la timidez, la rutina, los exámenes, el trabajo, el pertenecer a un grupo, formar una pareja, esos son siempre los tópicos que ponen en crisis a los protagonistas más allá de cualquier atributo o habilidad especial que tengan de su lado. Salvar el mundo y crecer al mismo tiempo, esos son los dos grandes conflictos de esos caracteres. En cierta medida, Red social se inscribe en esa línea de películas: Fincher cuenta la historia de un freak que fracasa sistemáticamente a la hora de integrarse a la sociedad, pero que, para paliar ese desajuste, cuenta con una mente privilegiada para la computación. Sin embargo, su película rompe con la línea del cine adolescente en varios puntos.

II. No es cierto que Jesse Eisenberg haga siempre el mismo papel. Sí lo es que el actor encontró un modelo dentro del cual moverse a gusto. Pero su Mark Zuckerberg difiere en varios aspectos importantes de sus personajes de Adventureland o Zombieland: además de tímido, inseguro y neurótico, Mark es agresivo, resentido, no tiene códigos y parece entablar una guerra personal con la sociedad en su totalidad. Lo valioso de la apuesta de Fincher y su guionista Aaron Sorkin es la manera en que construyen a Mark: lejos de la amabilidad de otras películas con adolescentes, el protagonista de Red social es un mal bicho hecho y derecho, un tipo deleznable al que sus problemas de relación no alcanzan a salvar del juicio de la película y del público. Porque Red social es una película de juicios. Además de los varios a los que asiste Mark, también están los que el guión dispara contra los hermanos Winklevoss, los empresarios jóvenes y sin escrúpulos como Sean Parker (el creador de Napster venido a menos que vampiriza a Zuckerberg) y hasta el propio protagonista. Sin embargo, la densidad de Mark, sus facetas contradictorias y sus arranques que lo vuelven casi imprevisible, lo convierten en una criatura de una robustez narrativa notable que le permite aguantar el examen de la película. O sea, que a Mark se lo condena, pero Fincher siempre abre algún camino para que nos conectemos con su protagonista, como si alguna clase de rasgo misterioso, de cara desconocida, hiciera de Mark un enigma, un personaje todavía opaco y sospechosamente encantador que nunca termina de agotarse.

III. Por eso es feo el final, porque el personaje aparece reducido y supuestamente explicado a través de un trauma del pasado, porque se construye una idea boba y simplona de circularidad, de vuelta a las raíces, como si todo su recorrido (un viaje de años, peleas, disputas legales y amigos perdidos) lo condujera al mismo lugar del comienzo. La película, que hasta el momento se había cuidado de no hacer de su relato una serie de guiños fáciles a Facebook y sus prácticas, cede a la tentación en esa última escena, donde se dan cita la referencia previsible y pretendidamente cómplice y la psicología más chata. Cuando Mark se desploma, la película también lo hace. Red social es como una especie de artefacto narrativo que gravita pura y exclusivamente alrededor de Mark y sus obsesiones. Una muestra de eso es el esfuerzo que la película pone en llenar las escenas en las que se habla de otros personajes: los hermanos Winklevoss son unos payasos afectados e imposibles que funcionan prácticamente como comic relief en cada aparición; en las pocas escenas en las que Eduardo Saverin está separado de Mark, el tipo se vuelve una víctima cómica de los brotes psicóticos de su novia; cuando se quiere describir un cierto estado de cosas del mundo informático, legal o social, la película echa mano a cuanto flashback y diálogo puede, siempre bombardeando con información al espectador. Es decir, que cuando Mark no está en escena, a Fincher lo vemos casi haciendo la parabólica humana para que la película no se le venga abajo. El final es el momento del derrumbe y, coincidentemente, también es la escena en la que la película se muestra más gentil con su personaje, cuando, en lo que termina siendo una decisión pésima, quiere observarlo a partir de un lugar diferente desde el que lo estaba mirando hasta el momento.

IV. Mark venía resistiendo estoicamente la amenaza de convertirse en otro estereotipo adolescente correcto metido a la fuerza en una situación extraordinaria. Lejos de la gran mayoría de los jóvenes del cine actual, el interpretado por Eisenberg era frío, interesado, desalmado, irritante, provocador, un verdadero hijo de puta sin miras de redención, sin aspiración de cambiar, de volverse bueno, de “crecer” en los términos mojigatos y aburridos que les imponen las películas de hoy a los adolescentes. Sobre el final, Red social viene a acatar abrupta e inesperadamente ese estado de cosas y esa moral: no se puede ser una mala persona y no pagar un precio, aunque más no sea el que a uno lo dejen solo sin más compañía que el recuerdo de un romance de años atrás. Y de golpe y porrazo, el darnos cuenta de que estamos solos nos vuelve buenos, tenemos culpa, queremos enmendar nuestro pasado. No importa que no seamos adolescentes como el Mark que inventa Facebook (de todas formas, el Mark de los juicios ya es casi un adulto), porque hay algo en él, una mezcla rara de maldad, bronca y sueños que nos llevan a identificarnos y querer ser como él; convertirnos, aunque sea solamente por un rato, en unos cráneos de la computación cínicos, podridos en plata, seguros de nuestras metas y dueños de una lengua rápida y filosa siempre lista a descerrajar líneas de diálogo hirientes. En cambio, el último Mark, el de la escena final, tiene mucho de pusilánime, de solitario depresivo y angustiado que no sabe qué quiere de la vida. A pesar de su edad, parece un joven acomplejado y lleno de dudas como los que se encuentran en las peores películas juveniles de la actualidad. Ese Mark no me gusta, se me hace otro intento del cine norteamericano de retratar a la juventud desde el estereotipo del adolescente frustrado al que parece hacerle falta un libro de autoayuda para encontrar su lugar en el mundo.