Rango

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Contarla para vivir.

Es raro ver una película de animación y sentir que se está frente a una obra maestra. No es que el cine animado no tenga las mismas chances de generar grandes películas que el cine de acción en vivo, pero las películas de animación siempre constituyen un número bastante más chico que las otras, y muchas parece que estuvieran producidas para un nicho infantil demasiado específico que las limita. Rango es una obra maestra por muchísimos motivos, pero sobre todo lo es porque el público al que le habla no es uno meramente infantil, o por lo menos no le habla a los chicos como si fueran tontos, sino que los trata con respeto y los exige porque espera mucho de ellos. Una de las cosas que les pide es que se acostumbren a lidiar con la muerte y el dolor: cuando el cómodo mundo de Rango se hace pedazos y el camaleón se ve solo en el medio del desierto de Mojave, lo primero que le pasa es que, por el sol y calor terribles, Rango empieza a cambiar la piel en medio de un estertor sordo pero agónico. Poco después y agobiado por la sed, es perseguido por un águila monstruosa y se salva milagrosamente, pero su compañero de escape –no estoy seguro de qué animal era–, el mismo que le aconsejara que se camufle para no ser visto por el depredador, será la presa que el pájaro se termine llevando. A ese animal le espera la muerte, probablemente una violenta, y que esa muerte sea relegada al off no calma la impresión que causa la imagen en que se ve al águila volando hacia el horizonte con el bicho que grita atrapado entre sus garras. Ni bien empezada, Rango muestra sus cartas: el suyo es un universo salvaje, repleto de sufrimiento y carencias (la falta de agua debilita los cuerpos y enloquece las mentes), donde la aventura tiene un precio demasiado alto y los errores se pagan con la vida.

Otro de los signos de respeto que la película exhibe a la hora de construir un público es el gusto por los relatos. Rango es un western hecho y derecho (más spaguetti que clásico), y el camaleón se la pasa contando historias que no son suyas pero que se siente que pertenecen a una tradición del género. El protagonista se hace un lugar en el pueblo de Mugre a puro golpe de cuentos, verdaderos o no, eso poco importa. Lo que vale es, como en Un tiro en la noche, que los habitantes de Mugre eligen siempre la leyenda, por más inverosímil o notoriamente falsa que pueda ser. No es que sean bobos, sino que la vida en un pueblo del desierto es demasiado dura como para no permitirse soñar un poco, es decir, que el camaleón amante de los relatos y del efecto teatral arriba al lugar perfecto: una comunidad en descomposición donde lo único que queda es creer en ficciones que permitan escaparse de la vida cotidiana, demasiado árida y dura. Entonces, hay otro comentario que se corre de un espectro meramente “infantil”, como si la película les estuviera diciendo a los chicos que las historias no siempre son algo accesible y gratuito, que a veces también pueden ser formas de vida (Rango) o de hacer un poco más llevadero el dolor de estar vivo (los habitantes sedientos y amargados de Mugre). Y también que algunos cuentos, como el que pergeña Rango acerca de sus pretendidas hazañas, son peligrosos: cuando la serpiente pistolero a sueldo Jake lo viene a buscar, lo primero que hace es refregarle en la cara sus mentiras, dejarlo en ridículo frente a su auditorio que, de manera esperable, se siente traicionado porque ya no tiene la leyenda en la cual ahogar sus penas de todos los días.

Gore Verbinski es un director desparejo pero con un pulso cinematográfico evidente. En Rango es capaz de enhebrar una visión cruda del mundo con las convenciones del western y de otros géneros (hay persecuciones, una trama detectivesca, un trasfondo de política y corrupción, etc.) sin caer en la parodia o el cambalache. Verbinski cree en la(s) historia(s) que está contando, y eso se siente a cada momento, ya sea en la vertiginosa escena del escape de la carreta por entre las montañas o en el delineado de los personajes que abarca desde los habitantes del pueblo hasta el tremendo Jake, un villano horrible y carismático que permanece en el recuerdo mucho después de haber terminado la función. Una muestra de la creencia de la película en sus propias criaturas es el cuidado que pone en su construcción visual: los animales de Rango no son lindos, ni tiernos, ni abrazables ni suavecitos, son todos, incluso los más queribles, bichos llenos de escamas, pelos, pieles ásperas y caras de pocos amigos. El diseño general de los personajes a cargo de Industrial Light and Magic opta siempre por la textura rasposa y el gesto hosco. Pero quizás los que mejor sinteticen la propuesta de la película sean los búhos mariachis que aparecen cada tanto por fuera del relato comentando las desventuras de Rango y anunciando su destino aciago, muchas veces con un humor increíblemente macabro (ante un ahorcamiento inminente, los cuatro cantan en la cárcel colgados de una soga atada al cuello). Los mariachis emplumados son cómicos y tienen una simpatía notable, pero eso nunca los despoja del clima fúnebre que envuelve toda la película. Incluso cuando hace chistes, Rango le recuerda a su público la existencia del peligro, como si el valor de la aventura se cifrara pura y exclusivamente en la posibilidad de encontrar una muerte terrible en medio de un desierto infernal.