Rams: la historia de dos hermanos y ocho ovejas

Crítica de Rolando Gallego - El Espectador Avezado

Con pocos diálogos, los justos, y sólidas actuaciones, naturales y creíbles, llega desde Islandia “Rams: La historia de dos hermanos y ocho ovejas” (2015), que dirigida por Grímur Hákonarson, retrata el relato de una relación filial que puso a prueba límites y vínculos en el tiempo.
“Rams…” inicia con las potentes imágenes del despojado, árido y agresivo paisaje en el que los protagonistas serán presentados y se desarrollará la acción, un lugar alejado de todo y en el que la supervivencia a partir del pastoreo trashumante y el criado de ganado bovino es la principal actividad de la zona y lo que permite que los habitantes puedan ganar el poco sustento que poseen.
El pequeño pueblo, pendiente de las ovejas, potencia su capacidad productiva sólo por los resultados en las mejoras que en éstas se pueden implementar. Pero cuando una misteriosa enfermedad comienza a contagiar al ganado, los mismos deberán ser sacrificados, poniendo en jaque a la economía del lugar y enfrentando una vez más a Gummi (Sigurður Sigurjónsson) y Kiddi (Theodor Juliusson), dos hermanos que hace 40 años que no se hablan y que, a la fuerza, deberán volver a hacerlo para tomar una decisión sobre la continuidad o no de su actividad.
Así avanzará “Rams…” entre peleas, discusiones, y una decisión drástica tomada por Gummi, que finalmente será la misma que terminará por acercarlo nuevamente a su hermano, muy a su pesar y con el que deberá acordar los pasos a seguir para poder seguir con una actividad legada de sus antecesores.
El original guión de Hákonarson divide la película en dos etapas bien diferenciadas entre sí, una en la que la presentación de los hermanos potencia las características de cada uno, y otra en la que una revelación pondrá a cada uno frente a frente para poder decidir sobre el futuro de cada uno.
Así, Gummi es trabajado desde conceptos como el trabajo, la pasión y el esfuerzo, con un temperamento contemplativo y colaborador para con los demás, mientras que Kiddi es elaborado desde el trazo más grueso, hosco, torpe, enviciado, sin un atisbo de poder ayudar a nadie, ni siquiera a él mismo.
Cuando el relato los coloca una vez más el uno ante el otro, Hákonarson prefiere colocar la cámara y dejarlos actuar, que nuevamente se relacionen y el ser solo un espectador de aquello que comienza a construir la tensión hacia el conflicto final que se presenta.
Un aire nostálgico y la imprecisión de la época en la que se desarrolla la historia, además, potencian aquellas ideas relacionadas al sentido de pertenencia, la construcción de una vocación y la imposición de ésta en algunos grupos familiares.
Si Gummi y Kiddi se esfuerzan por proteger denodadamente a sus ovejas, es porque saben que en ellas hay parte de su propia historia que se pone en juego, porque más allá que durante 40 años no se hablaron, viviendo uno al lado del otro, siempre estuvieron pendientes sobre aquello que hacían o dejaban de hacer.
En la presentación de un concurso, en el que ambos obtienen el primero y el segundo puesto, además de introducir el conflicto disparador del relato, hay un trabajo sobre el folklore islandés y sobre el lugar en el que los personajes se moverán. Un territorio hostil y que en la intemperie exige mucho más que un temperamento fuerte para superar las eternas jornadas con sol y las largas en las que no estará presente.
“Los hermanos sean unidos, esa es la ley primera” reza el máximo relato autóctono, frase que le sienta muy bien a esta dramática historia, una épica familiar que debe resistir ante los embates climáticos, biológicos, y políticos, y bucear en sus orígenes para afirmar un linaje que se pone a prueba a diario.