Ramón Ayala

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Guitar Hero

Las fotos de Marcos López destilan una risa poco sutil, nada contenida sobre sus personajes, criaturas algo ridículas y ridiculizadas por el fotógrafo que juegan a ser héroes comunes en épicos paisajes suburbanos dispuestos para la ocasión. Sin embargo, con procedimientos similares Ramón Ayala resulta un ejercicio de observación infinitamente más cálido en el que la burla es amistosa y cordial y se aplica como preventivo ante cualquier gravedad posible que pudiera traer consigo el tema del folklore argentino. Es que el folklore es una palabra y a la vez un universo que suele enunciarse con solemnidad, donde el único tono posible pareciera ser uno serio y recogido. Marcos López, ahora detrás de la otra cámara, continúa con su esforzada invención mitológica pero esta vez lo hace tomando de la realidad a sus modelos y respetándolos en su singularidad. Claro que respetar no es lo mismo que venerar: López los hace actuar, pararse aquí o allá, cantar a capella frente a la cámara; todo gesto más o menos grandilocuente, más o menos cargado de significación le sirve para la elaboración de su nuevo mito, el del cantor popular que habita en las radios, guitarras y voces de todo un pueblo pero continúa siendo un desconocido para su público.

Pero respetar, en este caso, también puede ser entendido como un mirar a través de las cosas y tratar de atisbar una suerte de esencia, de valor oculto que solo un ojo atento y una cámara virtuosa como la de López son capaces de develar. Así, por primera vez y frente a nuestros ojos incrédulos, la ya de por sí animada Misiones resulta ser un flujo embriagador de colores chillones y de gente en constante movimiento, tanto que uno se pregunta cómo hace el fotógrafo devenido director para obtener esos tonos fuertes, tan primarios, tan vivos. Es el rojo de la tierra pero también el rojo de las camisas levemente desabotonadas que usa Ayala, un músico que aparece con los atributos del narrador sabio, un Homero misionero cuyas canciones ayudan a contemplar el mundo desde una perspectiva nueva (o, en todo caso, tratan de recuperar una visión antigua y ya olvidada), que invitan de nuevo a maravillarse con las cosas simples. A medida que avanza, la película revela a un Ramón Ayala cada vez más gigante, cada vez más robusto que, en buena medida, debe su existencia (a esta altura decididamente mítica) al testimonio de otros grandes como Juan Falú, Liliana Herrero o Jorge Cedrón; la admiración desembozada de ellos es la piedra de toque de un documental que, sin ninguna clase de culpas, encuentra tanto como fabrica su objeto: el relato de una mitología nueva y apasionante, la del cantor Ramón Ayala, inventor del gualambao, tañedor de la guitarra de diez cuerdas, cronista y poeta incansable del interior.