Rambo: Last Blood

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El veterano quiere venganza

Cansado del ostracismo al que lo condena el Hollywood infantiloide y tontuelo de nuestros días, Sylvester Stallone continúa despuntando el vicio cinematográfico mediante un lindo surtido de películas clase B de acción, algún que otro llamado marginal a colaborar en un producto mainstream y fundamentalmente nuevos eslabones de sus dos franquicias históricas, las centradas en Rocky Balboa y John Rambo, y de la saga que supo construir junto a otras estampas indelebles del cine de acción de las décadas del 80 y 90, hablamos de Los Indestructibles (The Expendables). Hoy estamos ante la quinta entrega de la historia del boina verde veterano de la Guerra de Vietnam, Rambo: Last Blood (2019), un trabajo que corrige lo hecho por Sly en la caricaturesca Rambo: Regreso al Infierno (Rambo, 2008) de una forma similar a cómo Creed (2015) y Creed II (2018) levantaron visiblemente el nivel de las mediocres Rocky V (1990) y Rocky Balboa (2006), signos de un tedio indisimulable.

Aquí el Stallone guionista retoma la premisa de un film que también escribió, Línea de Fuego (Homefront, 2013), y en esencia se pone a sí mismo en los zapatos que en su momento le tocaron calzar a su amigote Jason Statham, el de la figura paternal afectuosa que debe proteger a una jovencita que termina siendo la excusa perfecta -porque las mafias drogonas y prostibularias osan mancillarla- para desatar una nueva carnicería old school, de esas a las que les importa un comino la mojigatería actual del mainstream y su tendencia a horrorizarse ante las heridas abiertas, la sangre real, los desmembramientos y todas aquellas crueldades/ truculencias que tanta alegría nos dieron dentro del contexto del cine fascistoide y algo mucho descerebrado del pasado yanqui reciente. Ahora es su sobrina/ hija adoptiva, Gabrielle (Yvette Monreal), la que termina en peligro a raíz de la decisión de la chica de abandonar el rancho familiar en Arizona para conocer a su padre abandónico en México.

En cierta medida manteniendo el tono apesadumbrado de Rambo: Regreso al Infierno pero preocupándose mucho más por el desarrollo dramático y los personajes en sí, Sly y su testaferro, el realizador Adrian Grunberg, aquel de la potable Vacaciones Explosivas (Get the Gringo, 2012) y un asistente de dirección de larga data, se consagran a edificar un thriller de venganza hecho y derecho sin vueltas retóricas ni escenas de más, apuntando permanentemente a respetar los clichés del rubro aunque garantizando la cohesión narrativa a escala macro y sin derrapar hacia dos de los recursos más insoportables del séptimo arte contemporáneo, léase esa estupidez estándar y la autoparodia facilista que opta por no tomarse nada en serio a puro cinismo vacuo de cotillón: los responsables de secuestrar a Gabrielle, prostituirla, golpearla y hacerla adicta a las drogas son los hermanos Martínez, Víctor (Óscar Jaenada) y Hugo (Sergio Peris-Mencheta), líderes de una red de trata de blancas cuyos principales clientes son los miembros de la policía, un triste esquema al que Rambo hará frente ayudado por una periodista independiente, Carmen Delgado (Paz Vega), una mujer que asimismo padeció el cruento accionar de los susodichos cuando dos años atrás capturaron a su hermana menor, quien a posteriori apareció muerta de una sobredosis.

Por supuesto que Rambo: Last Blood acarrea una linealidad/ previsibilidad absoluta que se condice con un primer acto de presentación general de personajes, un segundo capítulo sistematizando el suplicio sufrido y un remate final a toda pompa que justifica la espera y enaltece el producto con una masacre a la altura de las circunstancias que lleva al gore al terreno de la hipérbole extasiada y sin culpa. Mucho más humilde que la excelente Rambo II (Rambo: First Blood Part II, 1985) y la boba pero entretenida Rambo III (1988), y a años luz de la obra maestra original Rambo (First Blood, 1982), una de las epopeyas más sensatas y deslumbrantes del cine de derecha de su época, la propuesta que nos ocupa es un policial negro disfrazado de gesta de acción e insertado dentro del ecosistema discursivo de la saga del veterano torturado por sus traumas, sus diversos recuerdos de guerra y todas las simpáticas operaciones paramilitares que supo encarar a lo largo de los eslabones previos, esos que -para bien o para mal- fijaron los mojones del género y establecieron los núcleos fundamentales a tener en cuenta cuando se pretende construir una carnicería alrededor de un adalid nacional como el presente, algo así como una figura paradójica que sintetiza el olvido popular/ político/ mediático para con los veteranos y demás sicarios profesionales.

Como decíamos antes, el convite dura lo justo, acusa implícitamente a los cineastas de hoy en día de pusilánimes y no echa mano de esas espantosas secuencias de relleno ni de esa corrección moral patética del mainstream actual, prefiriendo concentrarse en la cara cirujeada pero sabia de Sly, un mínimo aunque eficaz trasfondo identitario para los hermanos Martínez y una brutalidad que deja en claro que aquí predomina la sinceridad de los cuerpos destruidos -explosiones, disparos, cuchillos, machetes, flechas, etc.- y la violencia verosímil -prostitución y drogodependencia forzadas, la sombra de la tortura o el asesinato en caso de fuga- por sobre cualquier fetiche para con los CGIs o para con esos chistecitos pueriles que por suerte en esta oportunidad brillan por su ausencia (la capacidad de resumen y la eficacia general compensan en gran parte el hecho de que la música es bastante redundante y la edición/ montaje deja mucho que desear). Desde ya que nada queda del personaje creado por David Morrell en su novela First Blood de 1972 y sólo sobrevive una figura simple y mortífera que se asemeja a una versión retro hollywoodense de un soldado que sólo pretende paz, una eterna utopía que pasa de largo por esta o aquella injusticia que a su vez invita a apilar cadáveres a sabiendas de que el ser humano nunca aprende del todo la lección y merece ser sacrificado cuando se vuelve un tirano público o privado. La mayor “novedad” que ofrece esta digna Rambo: Last Blood es la apología de una revancha relativamente sutil símil film noir, sin salvar a compañeros hechos prisioneros ni rescatar a países enteros en plan Guerra Fría o imperialismo yanqui “iluminado” a lo policía internacional, planteo macro que nos devuelve a la primigenia Rambo de comienzos de los 80 con vistas a subrayar que no hace falta recorrer medio planeta para encontrar unas cuantas cabezas que merecen ser machacadas en función del generoso daño que infligen…