Pearl

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Para escapar de la cárcel bucólica

El Hollywood de los 80 hasta la primera década de nuestro Siglo XXI no se caracterizó precisamente por las sátiras sutiles o siquiera pacientes en espejo, esas que tienen al mismo séptimo arte como objeto del ataque, sino por las parodias descocadas y bastante tontas que se solían concentrar en determinado género de la industria del espectáculo para rápidamente caer en el cinismo omnipresente contemporáneo y embarrar todo el asunto en el lodo del pastiche banal posmoderno, uno que en la mayoría de los casos no funcionaba por falta de cohesión, garra, mérito y una mínima ideología compleja más allá del pedantismo egoísta y delirante del yanqui promedio, eterno amigo de la soberbia modelo burgués del Primer Mundo. Durante los últimos años las sátiras hechas y derechas fueron reemplazadas de manera progresiva por el resurgir de una comedia negra -aquel humor masivo y grasiento de los 80 y 90 quedó en el olvido- que aglutina muchas de las características de las viejas parodias, léase las inteligentes de los 70 hacia atrás, como por ejemplo el cuidado por los detalles, un discurso ya más trabajado y/ o certero y sobre todo la idea de estructurar la historia de turno desde los engranajes del cine de género y ya no tanto desde la hipérbole, la farsa o el grotesco a mil revoluciones por minuto, en este sentido un típico ejemplo de esta nueva vertiente de corazoncito vintage y medido es Pearl (2022), precuela del inquieto Ti West de X (2022), su obra inmediatamente previa y sin duda uno de los pocos corolarios, spin-offs, subproductos o exponentes de una franquicia o de lo que sea que realmente valen la pena porque expanden lo ya visto/ explorado en el pasado y no se transforman en una excusa comercial patética o en otro de los tantos “trámites” que desde el mainstream de hoy en día inundan las pantallas de todo el planeta con la misma cantinela aburrida de siempre.

Mientras que X se metía con las consecuencias de la eclosión del cine independiente en los 60 y 70 y el tabú del sexo en la vejez desde una arquitectura muy cercana al slasher freak de The Texas Chain Saw Massacre (1974), de Tobe Hooper, y al querido hagsploitation, Grande Dame Guignol o psycho-biddy de la Trilogía de la Locura de Robert Aldrich, esa de What Ever Happened to Baby Jane? (1962), Hush Hush, Sweet Charlotte (1964) y What Ever Happened to Aunt Alice? (1969), Pearl en cambio apuesta por analizar la influencia cultural de la maquinaría hollywoodense en general y de un período muy específico del mainstream norteamericano, aquel de las postrimerías de la primera década del Siglo XX cuando la Primera Guerra Mundial llegaba a su fin, la estructura productiva de los films mudos ya estaba asentada e incluso nacía la pornografía como la conocemos, en este caso de la mano de tres legendarios cortos anónimos, el argentino El Satario (1907), el alemán En la Noche (Am Abend, 1910) y el estadounidense A Free Ride (1915), todo mediante la arquitectura del thriller psicológico claustrofóbico con chispazos sarcásticos que por un lado se burlan del Hollywood Clásico y los productos de la Walt Disney Pictures y por el otro homenajean a los melodramas fastuosos de Douglas Sirk de los años 50 y nuevamente al Hooper iniciático de los 70, aunque ya no sólo mediante The Texas Chain Saw Massacre sino a través de la poco vista Eaten Alive (1976), el film siguiente del tremendo Tobe y ya una influencia en X pero mucho más lejana o menos crucial que en Pearl, hablamos de la hilarante historia de un pueblerino demente bautizado Judd (Neville Brand) que poseía el lastimoso Starlight Hotel y una mascota de lo más inusual en un pantano lindante, aquel gigantesco cocodrilo del Nilo al que alimentaba con los huéspedes de su establecimiento.

La trama vuelve a ser muy simple y en esencia se deriva de una backstory que West había creado junto a su musa, Mia Goth, para el personaje del título, en el 1979 de X una anciana cachonda y psicópata que asesinaba a todos los machos y hembras que la rechazaban, así eventualmente fallecía a instancias de la actriz porno Maxine Minx (Goth otra vez), y en el 1918 de la película que nos ocupa una muchacha viviendo en la misma exacta granja de Texas del opus previo: hija de un matrimonio de inmigrantes alemanes, el compuesto por la adusta Ruth (Tandi Wright) y un progenitor sin nombre que está postrado en una silla de ruedas (Matthew Sunderland), la joven gusta de concurrir al cine vernáculo, anhela ser una corista y triunfar en Hollywood, lamenta que su esposo esté combatiendo en Europa en la Primera Guerra Mundial, Howard (Alistair Sewell), y arrastra tendencias homicidas que salen a la luz cuando mata a un ganso con una horca, pellizca o estrangula a su pobre padre y destroza con sus manos un huevo de su principal mascota, precisamente un cocodrilo de gran tamaño al que nombró Theda por Theda Bara, una de las primeras sex symbols de la historia del cine. La chica, que tuvo un aborto espontáneo que la alegró y creía que Howard sería su “boleto de salida” de la granja, se entusiasma con una audición local para bailarinas pero la negativa de su madre, que considera que debe quedarse en el hogar bucólico para cuidar de su padre y de los diversos animales, la lleva a una crisis que deriva en una pelea y quemaduras muy serias sobre Ruth, a la que encierra en el sótano para dejarla morir. La chica a posteriori estrangula a su padre y mata con la horca a un amante, un proyectorista (David Corenswet) que le había enseñado una copia de A Free Ride y que se dio cuenta de las mentiras y los problemas mentales de la ninfa, adepta a los gritos y el frenesí furioso.

West cae apenas un poco por debajo de X, su mejor película a la fecha, y sigue en el muy buen nivel indie de The House of the Devil (2009), The Sacrament (2013) e In a Valley of Violence (2016), basta con tener presente que el director y guionista continúa siendo un experto en el estudio de las compulsiones y los desvaríos que se esconden debajo de una apariencia de docilidad que aquí más que nunca calza perfecto con el objetivo de parodiar desde la sutileza al Hollywood Clásico de The Wizard of Oz (1939), de Victor Fleming, hoy ofreciendo el contexto de la granjita del horror, y a la Disney de Mary Poppins (1964), opus de Robert Stevenson que aporta el latiguillo del cuidado de un prójimo comunal estándar resumido en el personaje de Sunderland, padre sin la capacidad de moverse pero consciente del sustrato psicopático de su hija al igual que Ruth, ésta una mujer que considera que hay que sacar lo mejor de lo que se tiene y no delirar con utopías de rescate mágico extraídas de la gran pantalla que no hacen más que negar la realidad, ahora el hecho de que tanto ella como Pearl están solas porque los dos machos, el progenitor y Howard, no pasan del rango de ausentes, ya sea de manera tácita o explícita. Este dejo de canibalismo intra gremio femenino incluye también a la cuñada de la protagonista, una burguesita hermosa llamada Mitsy (Emma Jenkins-Purro), quien no sólo le roba la audición a Pearl sino que se muestra demasiado condescendiente al extremo de que la chica decide asesinarla a hachazos en la mejor secuencia del lote, la de la confesión del desenlace simulando hablarle a Howard y reconociendo su alienación, su curiosidad erótica y su odio de clase hacia la estirpe de burgueses privilegiados de su esposo, unos tarados que le dejan un cerdo asado en la puerta que es rechazado por la orgullosa y tiránica Ruth, a su vez adalid del ascetismo y el dogma luterano más inflexible. Desde la ingenuidad inicial símil The Wizard of Oz hasta el festín familiar macabro del remate en sintonía con The Texas Chain Saw Massacre, Pearl se burla de la artificialidad del cine y en especial de los musicales de cartón pintado del clasicismo descerebrado yanqui, algo permanentemente en primer plano gracias a la teatralidad y las afectaciones de la muchacha y sus sueños de estrellato, y recupera el anhelo de abandonar ese pueblito natal juzgado una cárcel oscurantista a cielo abierto, tradición que va desde Los Inútiles (I Vitelloni, 1953), de Federico Fellini, hasta Stand by Me (1986), film de Rob Reiner. Si la andanada de asesinatos pueden generar confusión y la idea de que estamos ante un slasher en línea con X, el constante énfasis en la atribulada psicología de la criatura de Goth -aquí, por cierto, posicionándose ya de manera definitiva como una de las mejores actrices del presente- vuelca el asunto hacia ese thriller de mentes perturbadas al que nos referíamos antes, uno que subraya que siempre llega un punto en la vida en el que se debe abandonar el idealismo de la niñez y abrazar lo que se tiene delante para jamás perderlo…