Paterson

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Paterson: hombre al volante de la poesía cotidiana

Sinónimo de cine independiente americano desde los años 80, Jim Jarmusch demuestra en Paterson que puede incluso reafirmar sus coordenadas como autor, que su cine se parece cada vez más a sí mismo, que sus señas particulares se afianzan con los años.

Porque en esta película, exhibida en Cannes en 2016, el director de Extraños en el paraíso se preocupa por singularizar la propuesta hasta el punto de hacer intransferible el relato. Sólo Jarmusch puede contar esta historia de un chofer de autobuses de Paterson, Nueva Jersey, con estas coordenadas, con estos elementos, con esta disposición. El protagonista, Paterson (Adam Driver), lleva el mismo nombre que la ciudad en la que vive, como ocurría en la magistral Mumford, de Lawrence Kasdan.

En el colectivo que conduce, Paterson escucha historias mínimas, en general truncas, que se relatan sus pasajeros; microrrelatos que podrían ser por derecho propio el principio o la totalidad de otras películas indie. Además, Paterson escribe poesía y pasea al perro de su pareja, un can actor extraordinario, ayudado por un montaje que maneja a la perfección los resortes eternos de este arte. Ella pinta, cocina y tiene sueños musicales. Y rodea a Paterson de pedidos, de elogios, de comida, de preguntas. Y Paterson está ahí, y está en el bar, y no está del todo, salvo cuando habla con extraños interesados en literatura o sobre ciudadanos ilustres de Paterson, ciudad que, según nos muestra Jarmusch, tiene entre sus habitantes a muchos mellizos (como Famaillá en Tucumán, como pudimos ver en el documental nacional La ciudad de las réplicas).

Jarmusch ofrece una película anacrónica, como si fuera de su propia cosecha de los 80 y 90, pero autoconsciente, con un personaje que no tiene teléfono celular, y con un ritmo cansino, de rutinas que se van haciendo más profundas y entrañables. John Ford hizo de esa exposición del ritmo del trabajo una obra maestra como ¡Qué verde era mi valle!; Jarmusch hace una película valiosa, que tiene como límite la propia firma del autor, que estaba más borrosa en la sanguínea Solo los amantes sobreviven.

El director de El camino del samurái hace un cine que confía en sus propios ritmos, en sus sensibilidades, que pocas veces se permiten la pasión o el desborde (de ahí que los pocos chistes sean verdaderos oasis). Así, Jarmusch ofrece un cine admirable, impecable, accesible para la empatía, pero poco apto para quienes buscan grandes arcos narrativos o picos emocionales que se graban para siempre en la memoria.