Paraíso

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Segunda Guerra Mundial, Holocausto en curso, todos parecen moverse: la gente escapa, muere o persigue a otros. Las historias de tres personajes se cruzan: una mujer rusa es detenida y acusada de esconder a dos chicos judíos por un jefe de policía francés que sabe cómo sacar rédito de la ocupación alemana. La película muestra la crueldad de un mundo en descomposición en un blanco y negro discreto y con unos encuadres exquisitos: a uno le parece estar viendo una película de Haneke, tal vez una continuación de La cinta blanca. Pero algo de esa contención se disipa de a poco a medida que el relato deja espacio a los estallidos afectivos que son la marca del cine de Konchalovsky. Otro personaje, un militar alemán de origen noble, hace su entrada: el tipo es enviado a un campo de concentración a vigilar que la administración sea más o menos eficiente. Lo que sigue a partir de ahí resulta curioso: la película adopta el punto de vista de Helmut y el horror de los campos es menos un problema humanitario que de orden y gestión. Desde la mirada del protagonista, la distancia con la que la película observa a sus criaturas arrastrarse y regresar a un estado casi animal se vuelve el signo del fracaso del régimen nazi. No se trata de una cuestión de empatía con la miseria humana, sino de desesperanza ante la inviabilidad de un proyecto político y de una filosofía de vida.

Paraíso encuentra su camino por esa senda un poco retorcida: Konchalovsky no quiere hacer otra película sobre el Holocausto, sino contar el drama de un hombre que asiste al fin de un mundo. Al igual que en El círculo del poder, la historia del fanático que descubre la verdad acerca de sus líderes es acompañada por el relato de una víctima de ese poder. El personaje de Olga tiene un derrotero esperable: exiliada de Rusia a causa de los bolcheviques, encuentra en la Alemania nazi el mismo terror. Es encarcelada, vejada y aprende a sobrevivir, aunque sin perder una pequeña dosis de humanidad. Ella encarna la fábula eterna con la que el cine representa a las víctimas del nazismo.

Helmut se vuelve el benefactor de Olga y la devuelve de a poco al confort elemental de los perfumes, la ducha y el sueño. En algún momento de ese trayecto, Konchalovsky, director desparejo, pero también imprevisible y, por eso mismo, un poco sorprendente, vuelve sobre un motivo de su cine: el de los seres consumidos por pasiones que los desbordan. Cuando Helmut decide salvar a Olga y le comunica la noticia, a ella le agarra una crisis de nervios y empieza a acariciarlo, abrazarlo, besarlo, se tira al piso, le dice que es alguien divino, elogia la causa nazi; en esto no hay cálculo o estrategia, se trata solo de una reacción incontrolable ante la promesa de una vida normal lejos de las atrocidades del campo. Después, Olga vuelve a su barraca con las demás prisioneras a esperar el aviso del escape, pero allí encuentra que la kapo, que resiente su ascenso, descarga contra ella su furia quitándole el cuidado de dos chicos y obliga a otras mujeres a sujetarla y hacerle comer a la fuerza un mejunje que pasa por comida. En esa escena, Konchalovsky borra el mapa moral que suele organizar las películas sobre el nazismo: no hay víctimas abnegadas y militares viciosos, sino seres reducidos a un primitivismo brutal que reaccionan movidos por pulsiones. El tono general de contención trasluce de tanto en tanto un sustrato de emociones y deseos que anula la repartición esperada entre héroes y villanos.

El final, sin embargo, parece demandar alguna suerte de armonía narrativa, y el relato cede ante un acto de sacrificio predecible. Paraíso sería bastante más impresionante si al director no se le hubiera ocurrido la idea del dispositivo del confesionario, rareza que genera algún interés, pero que encauza narrativamente el desborde pasional de los personajes y atenta contra la visceralidad de la película.