Papirosen

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Luces y sombras de la memoria familiar

Durante once años, el director filmó a su familia judía en todas las situaciones posibles, reservándose el rol de puente entre uno y otro lado de la pantalla. Lo que resultó fue un cuadro único, irrepetible y a la vez universal, una suerte de “aleph cinematográfico”.

Quizá porque toda familia es una caja de Pandora, o por la provechosísima tensión entre lo que quema en carne propia y la necesidad de poner distancia, Papirosen viene a confirmar que el documental familiar es, tal vez, un género infalible. Sobre todo cuando el que filma es, como aquí, parte del asunto. Para verificarlo bastaría trazar una línea que, partiendo de Extreme Private Eros (Kazuo Hara, 1974), pasara por El de-sencanto (J. Chavarri, 1976), Embracing (1992) y Tarachime (2006, ambas de Naomi Kawase), La TV y yo (A. Di Tella, 2002), Tarnation (J. Caouette, 2003), Irène (A. Cavalier, 2009) y Photographic Memory (R. McElwee, 2011). Como varias de ellas y confirmando a la familia como origen mismo de lo siniestro, Papirosen genera asombro, incomodidad, fascinación, emoción y rechazo, poniendo al espectador en el lugar de cómplice, testigo, convidado de piedra y hasta depositario de la memoria familiar de los Solnicki. Puente entre uno y otro lado de la pantalla, el realizador se ha reservado para sí un lugar tan naïf como perverso, en tanto funciona como incluido-excluido.

Once años le llevó a Gastón Solnicki concretar su documental, consagrado Mejor Película de la Competencia Argentina del último Bafici y exhibido en los festivales más selectivos. Sospechando seguramente la importancia que la tradición judía reserva para el primogénito varón, Solnicki (Buenos Aires, 1978) prendió por primera vez la cámara el día que nació Mateo, hijo de su hermana mayor, Yanina. A partir de ese momento, y sin tener claro todavía a dónde quería llegar, Solnicki (cuyo documental previo, Süden, se repone en el Centro Cultural San Martín, exhibiéndose a dúo con éste) no paró de filmar a su familia en todas las situaciones posibles, sumando al material propio el abundante metraje de home movies que los miembros del clan imprimieron desde la última posguerra, cuando llegaron a Buenos Aires, provenientes de Polonia.

En el curso del proceso, la historia de su familia más inmediata se vinculó –por vía de la abuela nonagenaria, sobreviviente de la Shoá– no sólo con las generaciones previas, sino con la del pueblo judío en general, desde el exterminio nazi en adelante e incluyendo la diáspora. En Miami, Víctor Solnicki (padre del realizador) se reencuentra con un tío radicado allí, así como más tarde parecerá buscar, en Praga, su propia infancia, materializada en unos viejos soldaditos de plomo. Si Víctor tiende a asumir un rol protagónico, se debe tanto a su carácter de sobreviviente como a su presencia e histrionismo (es la clase de persona de quien, según suele decirse, la cámara “se enamora”), su historia trágica (debió huir de Lodz junto a su madre, huyendo del antisemitismo soviético, y más tarde el padre se suicidó, escena que Víctor reconstruye con un detalle francamente despiadado) y, finalmente, su vinculación con Mateo.

No por nada Papirosen empieza y termina con un viaje de abuelo y nieto, y no por nada el abuelo le canta al nieto una canción que a él le cantaba, a su vez, su padre. La línea paterna: ése es el eje que atraviesa Papirosen. De hecho, el momento en que el pequeño Mateo acusa a su padre de “mentiroso”, a pesar de la amenaza de castigo, denota un rasgo de carácter que no es difícil vincular con el durísimo Víctor, que por cargar sobre sí con todo el peso de la familia sufre de dolores de espaldas. Pero Papirosen es todo lo contrario de un film lineal. Gracias al admirable trabajo de montaje, hecho por el realizador junto a la editora Andrea Kleinman, la dinámica familiar se despliega en todas direcciones y en sus más mínimos detalles.

Mamá Mirta, que es psicóloga, le ordena a Gastón que ayude con los bolsos, como si en vez del director de la película fuera un chepibe. Papá Víctor trata de “pelotuda” a la sufrida Yanina (que se separa del marido en el curso de la película) porque no acomoda un bolso como presuntamente debería. Harto de sentirse perseguido (la línea campo de concentración-hogar de los Solnicki daría para una investigación particular), el hermano del medio, Alan, anuncia que se va a distanciar de la familia. Yanina cree que fue un error no haberse casado con un tipo que fuera como su padre. La abuela Pola opina que Yanina se merece que el marido la haya dejado. En un memorable juego de culpogenias cruzadas, mamá Pola acusa a Víctor de querer verla muerta, y el hijo le retruca si lo que está buscando es que se clave en el pecho un cuchillo. Pero si hay un detalle tan terrible como inadvertido es que Lara, hermana menor de Mateo, aparece apenas de refilón y sólo en un par de escenas. Basta relacionarla con la desdichada Yanina para experimentar una suerte de temblor de género.

Familia judía, familia universal, familia irrepetible. Todo eso puede decirse también de la propia película, “aleph cinematográfico” que no tiene centro ni periferia y cuya superficie parecería infinita.