Pájaros de verano

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Los gavilanes de la marimba

Luego de la magnífica El Abrazo de la Serpiente (2015), uno de los mejores exponentes de cine etnográfico y una gran denuncia de la destrucción de la memoria y las culturas latinoamericanas a manos de la colonización y las mafias esclavistas vinculadas a la Fiebre del Caucho, el director colombiano Ciro Guerra entrega en Pájaros de Verano (2018) otro excelente estudio antropológico de costumbres e idearios prontos a desaparecer bajo la sombra del voraz intercambio comercial capitalista, en este caso de marihuana, centrándose especialmente en el período de la historia de su país conocido como la Bonanza Marimbera, etapa que abarca en esencia las décadas del 70 y 80 y determinadas zonas de la Colombia rural más inhóspita -sobre todo La Guajira- y que se caracterizó por el férreo control del narcotráfico por parte de clanes tribales y familias indígenas, quienes exportaban grandes cantidades de droga a Estados Unidos en una operación que desembocó primero en un enorme enriquecimiento para los capos, los campesinos que trabajaban en las plantaciones y las autoridades administrativas/ policiales que permitieron el asunto, y a posteriori en un colapso progresivo debido a las rivalidades internas, las venganzas en secuencia, el crecimiento de la cosecha en yanquilandia -toda California comenzó a producir- y la misma persecución de la que fueron objeto los principales jerarcas locales por parte del frente en conjunto que conformaron los gobiernos de Colombia y Estados Unidos durante los 80.

Mezcla de melodrama bucólico, film noir de mafia, relato testimonial y epopeya mística sobre culturas precolombinas, el opus nos sitúa en las regiones más áridas de La Guajira en un período que va de 1968 a 1980, donde viven los clanes wayúus, una población nativa que en el cuasi desierto se dedica al pastoreo y en las zonas símil sabana al café. La historia empieza cuando Rapayet (José Acosta) pretende ganarse a Zaida (Natalia Reyes), una chica que acaba de cumplir su año de encierro y ahora es una mujer que puede casarse con cualquiera que reciba la aprobación de los mayores y entregue la dote requerida en chivos, reses y collares. El joven protagonista sobrevive haciendo changas y comerciando bebidas blancas, por lo que cuando se entera que unos norteamericanos están en los alrededores buscando marihuana bajo la fachada de hacer campaña anticomunista, decide venderles recurriendo al único proveedor de peso de la zona, su primo Aníbal (Juan Bautista Martínez), un veterano que se dedica a la producción de café y que nunca consideró a la marimba como un posible negocio. Luego de revender el producto y de hacerse de todo lo necesario para pagar la dote y casarse con Zaida, Rapayet y su socio/ amigo de confianza, Moisés (Jhon Narváez), entran en contacto con Bill (Dennis Klein), el yanqui a cargo del lucrativo mercado de exportación, en lo que será el puntapié inicial de la construcción de una estructura mafiosa que incluye a guardaespaldas, lujos, ostentaciones y muchas armas.

El guión de María Camila Arias y Jacques Toulemonde Vidal, sobre una idea original de Cristina Gallego, esposa y productora de Guerra y aquí codirigiendo junto a su marido, respeta los parámetros de las fábulas de ascenso y caída enfatizando la corrupción que trae aparejada esa codicia occidental plutocrática que todos conocemos de sobra, tanto a nivel de los forasteros/ colombianos tradicionales o “alijunas” (Moisés se pone un tanto violento con los gringos cuando descubre que les están comprando a otros proveedores, por lo que mata a un par de ellos y así consigue que el clan de Rapayet lo presione para que expulse al díscolo del negocio, generando que Moisés asesine al hermano de Aníbal y desencadene una espiral de encono en el seno de la parentela, circunstancia que a su vez lo obliga a cargarse a su otrora amigo y provoca una sensación de culpabilidad en el líder, quien con el tiempo engendra dos hijos con Zaida) como a escala de los propios wayúus y sus paradojas (el Leonídas de Greider Meza es el símbolo perfecto de la degradación de todos los códigos de honor y prestigio social de los que solían hacer gala los indígenas, ya que este hermano de Zaida e hijo menor de la poderosa matriarca de la familia, esa tremenda Úrsula en la piel de Carmiña Martínez, representa el costado más aniñado, caprichoso, borrachín y violento de la cultura capitalista, especialmente cuando se obsesiona con conquistar -o violar cuanto antes- a la bella hija de Aníbal, despertando una verdadera e imparable guerra en el clan).

A medida que aquellas reglas tácitas o explícitas de la comunidad wayúu comienzan a implosionar porque terminan fagocitadas por el maquiavelismo del mundo de los negocios y por un odio empardado al credo autoritario del dinero, la vehemencia, la codicia y las revanchas cíclicas, todo el entramado de relaciones vinculares entre los miembros de la estirpe y toda la ética solidaria que lo sostenía se caen a pedazos, haciendo que entre en crisis terminal la dialéctica de las compensaciones ante faltas de respeto, los engranajes de la comunicación intra comunal mediante emisarios llamados “palabreros” y finalmente los mismos rituales de apareo entre los enclaves masculino y femenino, esos que de responder a complejas interrelaciones y leyes familiares pasan a transformarse en otros típicos antojos de una voluntad individual inflada que la va de “libre” aunque en la praxis puede caer tanto en el amor como en un asalto sexual hecho y derecho. Como en El Abrazo de la Serpiente, Guerra introduce chispazos místicos mediante unas visiones recurrentes que tiene Rapayet protagonizadas por un ave exótica que se aparece en tiempos de imprevisibilidad, angustia o dolor, ahora dando a entender que el sacrificio de su cofrade Moisés, un alijuna al que estimaba mucho, por quebrar los preceptos sociales no tuvo demasiado sentido debido a que después ellos mismos -y sus semejantes- violaron de lo lindo la moral wayúu en pos de tratar de reparar los perjuicios acumulados y alcanzar una nueva paz cada día más utópica.

Nuevamente la majestuosa fotografía de David Gallego y una paciencia narrativa todo terreno constituyen los bálsamos fundamentales de Guerra a la hora de despegarse de tantas películas similares del ámbito anglosajón, esas que casi nunca se preocuparon por cuestiones antropológicas y que hicieron -desde la década del 90- un uso desmedido de los clichés del baluarte mafioso, el cual asimismo se remonta al film noir de los 30, 40 y 50. A través de cinco “cantos”/ capítulos que remiten fuertemente a las tragedias de la mitología griega y/ o a la estructura de las óperas, Pájaros de Verano sistematiza los juegos de poder y humillación entre estos gavilanes que hacen de la depredación su forma de vida y que en suma simbolizan una doble transición, la de la ortodoxia cultural de antaño de los pueblos originarios hacia el pastiche bien farsesco de la posmodernidad y la del narcotráfico en Colombia -y en el mundo- desde la marihuana hacia la mucho más redituable cocaína, ya con la aparición de los cárteles -luego reconvertidos en nodos- justo cuando finaliza la etapa light de la Bonanza Marimbera. El film también examina las consecuencias de ese “progreso” mentiroso que reemplaza a la fraternidad y el respaldo mutuo que supieron caracterizar a los colectivos humanos del pasado por un individualismo abúlico tendiente a la concentración del poder y la sumisión de las mayorías, hoy para colmo homologado a la extinción del saber, idiosincrasia, perspectiva y sueños lúcidos de las culturas indígenas…