Paco

Crítica de Leonardo M. D’Espósito - Crítica Digital

Extrañando a Male y Fleco

Con una gran campaña de publicidad, este estreno incluye muchos actores conocidos, un tema de actualidad y demasiados clichés.

Hace muchos, muchos años, cuando el cine argentino era algo amorfo, Enrique Carreras realizaba “films de denuncia” nacionales y cristianos del tipo Las barras bravas. En aquel ejemplo de torpeza cinematográfica se declaraba la droga como madre de todas las violencias. ¿Cuál es la diferencia entre Las barras bravas, film pésimo, y Paco, tercer intento cinematográfico de Diego Rafecas? Que la cámara es más nítida, se mueve y por regla general el diálogo se escucha. Y que en Las barras bravas estaba Juan Alberto Badía: aquí aparece Nelson Castro.

Paco narra la historia de un muchacho llamado Francisco –o sea, Paco– que, como todo niño rico con tristeza (su madre es legisladora), cae en las despiadadas garras del paco. Después hay de todo: narcotráfico, los tremendos terribles relatos de otros adictos en recuperación, la manipulación política del asunto, los malvados intereses espurios escondidos detrás del consumo de esa tremenda sustancia, un viaje africano del protagonista, discusiones, tiros, líos, dramas de pareja. Las historias parecen sacadas de los programas de trasnoche de los evangelistas, aunque, claro, con actores profesionales. Que, de paso, no tienen la culpa de nada.

En Trainspotting, el Renton de Ewan McGregor decía por qué consumía heroína (“es el mejor orgasmo del mundo”) y además mostraba que consumo y adicción eran cosas totalmente diferentes. Aquel film permitía al espectador tomar decisiones, por lo menos intuir que la realidad era compleja: lo acercaba a algo que no formaba parte de su vida y, sin darle soluciones, lo ayudaba a comprender (además de contarle un gran cuento). Aquí, Rafecas simplemente hilvana lo que el lugar común “de la calle” impone, lo más parecido a un noticiero de la noche. Los políticos son malos y/o manipuladores y/o descuidados con sus familias. Los adictos son “loquitos”. Los traficantes son monstruos. No hay nada que entender en este sentido. Hay, sí, algo que decir respecto de la puesta en escena: la sordidez –ver el maquillaje de Romina Ricci; ver el corte de pelo de Guillermo Pfening, ver el movimiento de los cuerpos en las escenas de sexo, donde el placer está vedado; ver las lastimaduras en los rostros– es puro artificio. Es cierto que los personajes pertenecen –o parecen pertenecer– a diferentes estratos sociales. Pero, finalmente, el consumidor (es decir el adicto: el film no hace diferencias y eso es prueba de su superficialidad) es miserable.

Esta simplificación en un film pretende dejar sentada una posición respecto de la realidad –o eso que se da en llamar, periodísticamente, “la realidad”–. Es puro artificio el hecho de que el personaje de Tomás Fonzi se llame Francisco, porque es lo que permite el “Paco fuma paco”, el juego de palabras arbitrario. Pero esos detalles son reveladores del mundo al que pertenece la película: la repetición machacona, el juego superficial con el lugar común, la imagen literal-demasiado-literal y el aglutinamiento sin profundidad están mucho más cerca de Ramiro Agulla que de Ken Loach. Por eso Paco no es parte del cine, sino de la propaganda: un poco más sórdida que aquellos Male y Fleco de la campaña antidroga de Lestelle, únicas presencias que se extrañan en esta película.