Otra ronda

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

El cine, desde su validación seminal como arte buscó despertarnos del letargo. También fue inevitable provocación, en aquel manifiesto firmado por Lars Von Trier, Thomas Vinterberg y compañía, inaugurando el movimiento Dogma 95. Minimizando los recursos, en búsqueda de una impronta provocativa, aquel escandaloso manifiesto vanguardista -acompañado por un decálogo y un voto de castidad- rompía las reglas establecidas y tradicionales a la hora de hacer, sentir y pensar el cine. Una nueva forma de ser, amparada por el concepto estético de films como “La Celebración”, del propio Vinterberg. Más de veinte años después, el autor danés goza de una trayectoria que se apoya en logradas gemas como “Dear Wendy” (2005), “Submarino” (2012) y “Kursk” (2018). ¿Podría el Premio Oscar obtenido a la Mejor Película Extranjera engrosar tan abultado palmarés? Pensémoslo dos veces y bebamos el trago a sorbos…

En “Otra Ronda”, un experimento social instrumentado mediante la ingesta etílica intenta probar cierto modo de conducirse por la vida. El problema es cuando lo socialmente relevante y la inquietud que el fenómeno provoca encuentra el principal obstáculo en la propia complacencia de su planteo. No existe factor sorpresa en el film, apenas una tibia reflexión dialogada sobre la crisis en la mediana edad. El aletargado y frustrado pedagogo al que da vida Mads Mikkelsen se nos presenta con trazos convencionales que pretenden brindar credibilidad a la triste y patética existencia de un hombre errante, inmerso en la tan reiterativa como cansina jornada familiar y laboral. Es el líquido alcohólico en sangre el que corroe los crueles dilemas de la vida moderna. O la desesperación de vivir preso de los mecanismos funcionales a la mediocridad circundante.

Jamás será el de Vinterberg un discurso edulcorado ni aleccionador, en absoluto pretendiendo alabanzas o actos de denostación. Amenaza en su consecución humanista con adentrarse en el averno moral de sus varones de vida acomodada, pero prefiere inspeccionar las aguas aquietadas que indagan en vínculos amistosos hechos de costumbres y vicios exentos a toda mirada puritana. Vinterberg radiografía cada paso de su protagonista (el siempre eficiente Mikkelsen), hasta que logremos captar cada capa sombría de su exacerbada negativa hacia todo principio ético. No teme el autor ponerse divertido (y no debería) a la hora establecer paralelismos con el legendario estado de embriaguez de notables como Ernest Hemingway o Winston Churchill. A fin de cuentas, es el sistema de valores hecho de paradigmas compasivos el que valida el rumbo tomado, hacia la propia autodestrucción o hacia un liberador renacimiento. La poética danza final olvida toda pena.