Norman: El hombre que lo conseguía todo

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La mascarada de la política

Richard Gere es uno de esos actores cuyo derrotero es bastante difícil de seguir porque a rasgos generales resulta extremadamente desparejo y requiere de una paciencia por parte del espectador que suele no ser recompensada por el señor en lo referido a la elección de las obras en las que interviene y su nivel cualitativo final. Toda su carrera se caracterizó por el mismo esquema cíclico de siempre: tres films desastrosos, dos potables y uno realmente interesante, capaz de aprovecharlo como se debe y reconfirmar que además de galán también es un buen actor al que le encantan los papeles exigentes, esos que casi siempre lo llevan al terreno de las lágrimas. Norman (Norman: The Moderate Rise and Tragic Fall of a New York Fixer, 2016) es una rareza en este sentido ya que si bien la propuesta le permite pulir muchos de sus tics dramáticos, en esencia hablamos de una comedia satírica y sutil.

Precisamente, la película es una de las mejores de la trayectoria reciente del norteamericano porque le ofrece un personaje que no necesita de sus habituales estallidos anímicos y lo sitúa en un campo más estrecho aunque curiosamente más rico a nivel humano. Este opus del israelí Joseph Cedar está inspirado a lo lejos en la vida de Joseph Süß Oppenheimer, paradigma del “judío de la corte” y de esos desvaríos antisemitas que se mezclan con las matufias económicas de los parásitos en el poder (un dato de color es que el nazismo utilizó la figura de Oppenheimer para un mítico film de propaganda de 1940). En esta ocasión el director y guionista deja de lado toda pretensión de caricatura religiosa y concentra sus energías en construir una fábula acerca de la mediocridad de la política contemporánea, analizando un personaje poderoso del rubro y otro sin mayores perspectivas de progreso.

El neoyorquino Norman Oppenheimer (Gere) es un pobre tipo que dice dedicarse a la “consultoría” en el escalafón más alto de las finanzas y los ámbitos de influencia gubernamental, no obstante en realidad lo único que hace es intentar establecer algún contacto -sin demasiado éxito, por cierto- para ubicarse a sí mismo en una mejor posición social. Todo cambia cuando conoce a Micha Eshel (Lior Ashkenazi), un político de Israel de segundo orden que eventualmente se transforma en Primer Ministro de su país, lo que deriva en una situación en la que el protagonista es tironeado por varios de sus allegados, tanto dentro como fuera de la comunidad hebrea de Nueva York, que pretenden algún tipo de favor de Eshel… a lo que se suma la misma manipulación del Primer Ministro para con Oppenheimer, definitivamente la más nociva de todas las que termina padeciendo Norman.

Cedar divide la historia en capítulos bien específicos y saca partido del patetismo del personaje principal y su relación -trabajada de manera minimalista, con muy pocos intercambios- entre estos dos improvisados que se encuentran en extremos opuestos del enclave de la fortuna: el realizador juega inteligentemente con la ironía de que por un lado de a poco la redención se va asomando en la vida de Norman vía el abandono de las mascaradas de la política, y por el otro -y en paralelo- Eshel se sumerge más y más en el terreno fangoso de las mentiras, las prebendas y el maquiavelismo más inmundo, típico de la derecha pragmática y despiadada de nuestros días. Gere logra balancear a la perfección la angustia interna de su personaje con su imagen externa de seguridad y cordialidad, sacando a relucir el acervo de recursos interpretativos de los que dispone y que muchos cineastas no aprovechan del todo. Con prodigiosas participaciones de Michael Sheen, Steve Buscemi y Charlotte Gainsbourg, la película en el fondo no va mucho más allá de una amena corrección pero por lo menos consigue un puñado de escenas entre intrigantes y absurdas que retratan los puntos muertos y reinicios de “carreras” basadas en el delirio y los engaños.