Miss Peregrine y los niños peculiares

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El problema de los estilos definidos y reconocibles como el de Tim Burton es que pueden dar películas de rutina donde no hay otra cosa más que la mera repetición de tics. Miss Peregrine y los niños peculiares exhibe las señas más frecuentes del cine de su director, desde el carácter de marginados y freaks de los protagonistas, hasta el hecho de reunir lo macabro con lo infantil y las tensiones que mantienen dos mundos bien diferenciados (uno regular, cotidiano; el otro, extraordinario). La película, que transpone una novela de Ransom Riggs, presenta un universo con ideas y personajes interesantes, pero todo funciona en forma mecánica, el relato no sabe cómo insuflarle vida a sus criaturas y transformarlas en algo más que en un montón de seres curiosos. Salvo por unos pocos momentos donde lo emotivo adquiere algo de espesor (como en un breve llamado de teléfono), el resto del tiempo las peripecias se suceden automáticamente y sin producir efectos sensibles en los personajes. Esto pasa de ser un problema a volverse casi insoportable sobre el final, cuando Burton apuesta a un enfrentamiento con los villanos gratuito e interminable, donde los chistes y los peligros se alternan unos con otros sin rumbo en medio de largos diálogos que tratan de recapitular los conflictos de los personajes. En ese último tramo se hace patente que lo de Miss Peregrine es solo amaneramiento, simple reiteración de estilo donde incluso la cita a Harryhausen y a la animación clásica (en la secuencia de los esqueletos) luce perezosa, como si la película quisiera dar cuenta de su propia técnica sin esforzarse demasiado y creyera que una cita fácil, cómoda, alcanza para cumplir con esa dosis mínima de autoconciencia. En ese orden de cosas, es increíble cómo se desaprovecha a Samuel Jackson y a Judi Dench: a Jackson se le escriben largas escenas en las que tiene a su cargo líneas imposibles, y a Dench apenas si se la hace hablar (debe ser la actuación más breve de toda su carrera). El único personaje que parece escapar a la medianía general es el de Enoch, el chico de aires y gesto johnnydeppianos cuya habilidad consiste en darle vida a seres inanimados. El talento de Enoch puede ser leído como un comentario un poco romántico sobre el trabajo del animador tradicional que, como Harrayhausen o el propio Burton en sus comienzos, solo con grandes esfuerzos consigue, por períodos muy cortos de tiempo, controlar la magia del movimiento. Pero ese interés por la creación artesanal no se traslada al conjunto de la película, que salta de una cosa a la otra rápidamente y sin detenerse a mirar nada, como si Burton tuviera entre sus manos más un mecanismo que un mundo, una maquina de fabricar prodigios modestos antes que una historia y personajes con corazón.