Misión Imposible 4: Protocolo Fantasma

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Algunos hombres buenos

Si se desacomodaran algunas convenciones genéricas, la saga de Misión: Imposible tranquilamente podría convertirse en una película de terror. Tipos que pueden entrar y salir de cualquier parte sin ser vistos, vigilar y secuestrar gente, viajar de un país a otro sin rendir cuentas a ningún gobierno, acceder al armamento y la tecnología más modernos del mundo y servirse de ellos a discreción; los agentes del MIF son la versión actualizada y realista (aunque no por eso menos sofisticada) de James Bond y la agencia MI6. El género de espías y unos afinados mecanismos narrativos consiguen que, lejos de temer y despreciar a esas personas, nos pongamos de su parte a la hora de perseguir/capturar/asesinar a algún villano de turno que, suponemos (esperamos) constituye para el mundo un mal peor que ellos. Claro, durante sus encargos Ethan Hunt y sus compañeros sufren dificultades que ponen en riesgo su vida, cuando directamente no son muertos en combate o por obra de alguna tortura despiadada. Pero recién en Misión: Imposible – Protocolo fantasma los protagonistas se encuentran con el mayor obstáculo posible: por decisión del presidente estadounidense frente a la voladura del Kremlin, se cierra el MIF y la tecnología con la que contaron hasta el presente les es arrebatada.

No es raro que en esta entrega falte Luther Stickell (el especialista en gadgets y comunicaciones interpretado por Ving Rhames) y que el villano sea un político ruso con ínfulas darwinistas que parece recién llegado de la Guerra Fría y que conspira para iniciar una guerra nuclear y hacer borrón y cuenta nueva con la humanidad. La gran pelea ya no se libra contra un enemigo verdaderamente peligroso sino contra las limitaciones que impone la pérdida de técnica de punta. Esto hace que Hunt tenga que escalar varios pisos de la torre Burj Khalifa en Dubai para desactivar el sistema de seguridad del edificio cuando un simple programa de computadora (proporcionado por la agencia desmantelada) haría el trabajo por él en cuestión de segundos; que los agentes adopten la identidad de otras personas sin la ayuda de las clásicas máscaras que copian los rostros (mientras que el enemigo sí las tiene a su disposición); que se identifique a un sospechoso ya no mediante un avanzado sistema de lectura de imágenes sino preguntándole a alguien que está al lado. Hasta los guantes electrónicos con los que Hunt trepa el edificio fallan. Entonces, la técnica que los protagonistas tienen a su disposición es precaria e insuficiente, pero esto no hace más que contribuir a lo que decíamos al principio: incluso operando sin apoyo institucional, Hunt y su equipo son capaces de toda clase de hazañas (como escalar el edificio más alto del mundo) al tiempo que continúan violando todas las leyes civiles habidas y por haber. Lo emocionante y terrorífico a la vez es observar cómo se las ingenian para realizar prácticamente cualquier cosa, para concretar el engaño más elaborado, con una cantidad de recursos mínima.

Resulta demasiado tentador pensar que esa especie de lucha contra la técnica y sus limitaciones puede leerse en clave autoral: por sobre el relato en su faceta más literal lo que podría haber es otro conflicto similar, el de Brad Bird, que se enfrenta por primera vez a la filmación de un largo de acción en vivo. La guerra de ingenio que declaran los agentes a cada pequeño obstáculo podría ser la misma de un cineasta en plan de reaprendizaje, que ya no cuenta con la libertad formal de la animación y debe trabajar con lo que tiene, con los materiales de un mundo mucho menos plástico que el de Los Increíbles o Los Simpsons (aunque siga teniendo a su disposición la ayuda de los efectos digitales). Pero me gusta más pensar otra cosa: Misión: Imposible – Protocolo fantasma se vuelve sobre sí misma y mira a sus antecesoras, la saga realiza una torsión con una premisa nueva (¿qué pasaría si los agentes no tuvieran casi ninguna tecnología de su lado?) que produce una puesta en abismo potenciando lo que las novelas y las películas de espionaje vienen diciendo hace mucho: que existen hombres y mujeres que escapan del alcance de la ley, para los que no hay lugares impenetrables ni personas intocables y que, esta vez, demuestran que son lo suficientemente hábiles y empecinados como para seguir haciendo todo eso sin el apoyo logístico de ningún gobierno. En el acto de convencernos de confiar en ellos y en la supuesta justicia moral de sus acciones radica la principal y sutil diferencia entre el género de espias y el de terror. Seguramente se trate, también, de una ficción tranquilizadora: antes que ignorar su presencia, es preferible saber que existe gente así y creer (a riesgo de equivocarnos) que están de nuestro lado.