Midsommar

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Las runas de los nuevos fanáticos

Midsommar (2019) es uno de los monstruos cinematográficos más hermosos, delicados y desconcertantes que haya parido el Hollywood reciente, una película de autor que le escapa a todo fundamentalismo dentro de las comarcas del horror y el misterio y que a simple vista puede ser descripta como una suerte de versión de El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973) aunque filmada por una sociedad entre Alejandro Jodorowsky y Werner Herzog, principalmente porque lo que aquí domina es un tono narrativo que se mueve entre lo freak psicodélico y lo antropológico de impronta cultural; planteo que asimismo nos ofrece una obra que logra una de las grandes proezas del terror porque consigue ser al mismo tiempo sutil (los victimarios no andan por ahí gritando neuróticos con cuchillo en mano o poniendo caritas ominosas de ocasión cual cliché o piloto automático) y despiadada (de lo que sí somos testigos es de las funestas consecuencias del accionar de los chiflados de turno como parte de una coyuntura tenebrosa casi siempre -por supuesto hay algunas excepciones, en especial llegando el final- fuera de campo, con las barrabasadas y truculencias resultantes ya finiquitadas y formando parte de “instalaciones” como museo del espanto que no busca asistentes aunque de todas formas los encuentra, nosotros los espectadores). Jugando con el ensayo de etnografía comunitaria y la parodia lejana del payasesco “turismo alternativo” de nuestros días, el film alcanza un nivel de inmersión retórica digna de una buena novela de suspenso porque hace de los detalles y el pulso sereno sus armas de cabecera, obviando cualquier indicio de montaje apresurado mainstream o los jump scares facilistas de cotillón.

La historia, escrita por el también director Ari Aster, aquel de la igualmente prodigiosa El Legado del Diablo (Hereditary, 2018), un hit indie de generosa envergadura en todo el globo, comienza cuando la estudiante universitaria Dani Ardor (esa inmensa Florence Pugh) pierde a sus padres y a su hermana cuando en un estallido psicótico nocturno esta última enciende los automóviles de la familia, construye un complejo sistema de mangueras conductoras y cinta adhesiva desde los caños de escape y así asesina con monóxido de carbono a mamá y papá para luego “pegarse” la salida de una de las mangueras a su propia boca, en plan de llevar a cabo una inexplicable inmolación colectiva. Dani de por sí ya era bastante dependiente a nivel emocional de su novio, Christian Hughes (Jack Reynor), un estudiante de antropología algo mucho distante que sigue con ella a puro masoquismo a pesar de que la considera frígida, por lo que la relación continúa deteriorándose de manera progresiva sin que ambas partes logren hablar del asunto o terminen de aceptar que lo mejor sería la ruptura amorosa. Cuando ella se entera que él tiene pautado un viaje a Suecia con tres amigos y colegas estudiantes, Mark (Will Poulter), Josh (William Jackson Harper) y Pelle (Vilhelm Blomgren), del que por cierto no le había dicho nada, ella se come el triste ninguneo y el muchacho primero se hace la víctima para después invitarla a ser partícipe del periplo casi por obligación, con Dani así aceptando la visita a la comunidad campestre ancestral de Pelle, Hårga, ubicada en Hälsingland, y específicamente para asistir a unas celebraciones muy particulares que acontecen cada 90 años durante el solsticio de verano.

El contingente de yanquis llega al lugar y de inmediato Ingemar (Hampus Hallberg), el hermano de Pelle, les presenta a una pareja de británicos que también están allí en calidad de invitados, Simon (Archie Madekwe) y Connie (Ellora Torchia), sin embargo el sustrato apacible y bastante drogón de la comarca se desvanece cuando presencian un suicidio ritual por parte de dos ancianos, quienes saltan desde un precipicio según una costumbre de Hårga que dictamina que todos deben hacer lo mismo al cumplir 72 años de edad y que si alguno sobrevive a la caída otros miembros del clan deben rematarlo destrozando su cráneo con un mazo gigante de madera. Dani, siempre con un estado mental tambaleante por toda la situación, la presente y la pasada, tiene un ataque de pánico y decide quedarse gracias a una charla con un Pelle que parece muy interesado en ella, mientras Christian le roba la idea a Josh de realizar su tesis sobre Hårga y los norteamericanos en general no pueden disimilar su estupidez y falta de respeto de fondo hasta en el momento de orinar, con Mark haciéndolo por accidente sobre un árbol que simboliza a los ancestros de la comunidad y despertando la furia y el encono de los suecos. Entre comidas ceremoniales que parecen desarrollarse en cámara lenta, muchos brebajes alucinatorios preparados con hierbas varias y una predilección macro por los dibujos ornamentales bien metafóricos, las desapariciones comienzan a acumularse de a poco empezando por unos Simon y Connie espantados ante los suicidios y un Mark que parece atraer a una de las mujeres del lugar, justo como ocurre con el propio Christian en relación a Maja (Isabelle Grill), hermana de Pelle e Ingemar y una chica que inicia un rito esotérico de apareo con el hombre. Todo termina de explotar cuando Josh se pasa de pícaro y decide fotografiar subrepticiamente las páginas de un texto sagrado de la comunidad y en términos concretos unos dibujos que hacen las veces de runas religiosas pintadas por Ruben (Levente Puczkó-Smith), un chico muy deforme que -como todos los supuestos “oráculos” de Hårga- fue concebido en sesiones de incesto voluntario.

Aster nunca se decide del todo entre centrarse en Dani o en el resto de los personajes, lo que curiosamente repercute muy bien en materia de la progresión narrativa porque suma una capa de fascinación entrecruzada para lo que en esencia es un proceso de extrañamiento permanente dentro de un marco de un emplazamiento social nórdico que sin duda no tiene mucho que ver con lo que sería su homólogo estándar anglosajón, aquel que ya vimos en películas recientes y tan disímiles como Sound of My Voice (2011), Martha Marcy May Marlene (2011), The Sacrament (2013), The Invitation (2015) y The Endless (2017), fundamentalmente porque aquí la paradigmática cooptación de voluntades tiene mucho más que ver -primero- con la belleza superficial que los representantes de Hårga han sabido construir para su enclave y -segundo- con una especie de hipnosis narcótica masiva que se va resquebrajando a medida que los turistas ven a través de los intersticios de las fachadas de paz y solidaridad y dilucidan el trasfondo lúgubre del asunto, no sólo por esa infaltable “agenda secreta” de los clanes, tan típica de las epopeyas centradas en sectas, sino por una sincronización cultural de lo más angustiante y claustrofóbica que anula cualquier rasgo de verdadera identidad individual en pos de una conciencia colectiva uniformizadora que despliega su intolerancia y voracidad cuando encuentra herejías por parte de los forasteros. La genial fotografía del polaco Pawel Pogorzelski, quien asimismo trabajó en El Legado del Diablo, utiliza tonos cromáticos oscuros para el prólogo en suelo yanqui y una tenaz incandescencia para Hälsingland, acoplándose de manera perfecta a esta paradoja de máscaras cordiales y hermosas que esconden intenciones por demás tétricas. Los conceptos de sacrificio, previsibilidad y entropía, nociones siempre presentes en las comunidades cerradas, también sufren una interesante reelaboración por parte del realizador vía un seguimiento un tanto extasiado en el que lo particular termina carcomido por lo general aunque basándose en frustraciones/ dilemas que ya estaban allí, en la psiquis de los sujetos.

En este sentido los dos protagonistas en verdad cruciales terminan siendo Dani y Christian ya que simbolizan dos modelos negativos de feminidad y masculinidad, ella abriéndose camino como una mujer dependiente a escala anímica y tendiente a la histeria y él como un pusilánime que opta por no confrontar y retrasar lo inevitable, la separación. El relato, por otra parte, opone a los clásicos cínicos y ventajistas occidentales contemporáneos, léase el pelotón de visitantes, a los miembros de Hårga, quienes funcionan como la encarnación de los nuevos fanáticos new age de nuestros días, esos que pretenden convencer a todo el maldito mundo de que tienen la razón y que a su vez hoy por hoy están caracterizados por una sumatoria de ingredientes vinculados al colectivismo, un ascetismo semi protestante, el folklore, el neohippismo trasnochado, la ausencia de privacidad, los ritos cíclicos, el sectarismo posmoderno, la dialéctica ecológica, el paganismo de los países escandinavos, un sistema de castas etarias, detalles animistas, la corrección política más hipócrita, mucha vida bucólica, los nuevos artistas independientes, la seudo meditación símil budista, las ofrendas y competencias bizarras, el fetichismo drogodependiente y el desapego emocional como precepto semi permanente, casi siempre oculto bajo un misticismo falsamente inocentón y light. Más allá del hecho de que todo el segmento final de la trama se mete de modo explícito en el campo de la venganza y la fantasía masoquista de castración por parte de un cineasta varón, incluso bajo esos criterios Midsommar sigue constituyendo una odisea inmensamente sugestiva y provocadora porque le quita los estereotipos morbosos/ pueriles/ empobrecedores a cada una de las situaciones planteadas y subraya en cambio el naturalismo detrás de los ritos en cuestión, enfatizando que para los habitantes de Hårga las ceremonias -por más espeluznantes, enajenadas, anárquicas o voluptuosas que nos parezcan- tienen sentido y justifican la bonanza que se le exige al derrotero de la vida. La sexualidad a flor de piel y el delirio más homogéneo, ese que desconoce a la comedia negra porque habla con la sinceridad del drama antropológico, se unen en el trabajo de Aster con la fuerza de lo insólito que recupera lo inmemorial para burlarse gélidamente del progresismo petulante de nuestros días y señalar cuánto se parece a la derecha bobalicona y ridícula que dice combatir. Recursos eternos del acervo artístico y social de la humanidad como la manipulación, las utopías y el “precio” que se debe pagar para ser felices pasan a ser resignificados en la película mediante la singular astucia del director y el desempeño de una Pugh exquisita a la que ya pudimos disfrutar en Lady Macbeth (2016) y Luchando con mi Familia (Fighting with my Family, 2019), en esta ocasión dejándose cubrir con flores y aprovechando a pleno la catarsis propuesta ya que es hora de ponderar que los traumas suelen reclamar soluciones drásticas y proclives a un surrealismo deliciosamente caníbal…