Mi peor pesadilla

Crítica de Agustín Neifert - La Nueva Provincia

De la ironía a la farsa redentorista

Anne Fontaine es una de las directoras más prolíficas y consecuentes del actual cine francés. Se la recuerda especialmente por Limpieza en seco (1997), Cómo maté a mi padre (2001) y Natalie X (2003).
Mi peor pesadilla posee muchas similitudes con la primera de las mencionadas, donde a través de una mirada casi sadiana, mostraba la descomposición moral y física de un matrimonio burgués consumido por la mediocridad.
En ésta también hay un matrimonio de clase media alta parisina, intelectuales para más datos, conformado por la galerista Agathe Novic (Huppert) y el editor François Dambreville (Dussollier).
Agathe es una mujer histérica, gélida e insoportable. El marido la define acertadamente de "Cruela disfrazada de Mary Poppins". François, en cambio, es un vampiro de talentos ajenos que rebosa snobismo y se muestra gentil hasta la exasperación.
Tienen un hijo adolescente llamado Adrien, quien es el mejor amigo de Tony, de la misma edad, cuyo padre es un buscavidas extrovertido, vital, pero a su vez ordinario y mujeriego.
Este hombre, estereotipo del bruto gracioso, se llama Patrick (Poelvoorde), trabaja de albañil, plomero y es un oportunista que se aprovecha de las debilidades ajenas.
Por la amistad de los hijos, Patrick se introduce en el espacioso departamento de Agathe y François. La excusa es derribar una pared y hacer algunos arreglos de albañilería.
Pero apenas ingresado, sus bufonadas se vuelven una pesadilla, porque sin pretenderlo, va diseccionando con impúdica precisión las hipocresías del matrimonio, su universo regido por las apariencias, su pose de intelectuales y su glaciar emocional que los envuelve.
Un cuadro en blanco de un "pintor" japonés, que Agathe tiene colgado en el departamento, se convierte en metáfora de su nulidad, al que ella añade en algún momento un dibujo que resume o es expresión de los alcances de su intelecto.
El relato comienza con una ironía y ferocidad extremas, pero poco a poco cede a las convenciones narrativas al uso, hasta caer en una farsa redentorista, para demostrar quizás que los personajes no son tan malos como inicialmente se mostraban.
Sin embargo, estas últimas variantes argumentales no alcanzan a destruir la idea primigenia de retratar una realidad que la directora demuestra conocer bien.
Para concretar su cometido, Fontaine cuenta con la inestimable labor de los tres actores mencionados, en especial de Isabelle Huppert y del belga Poelvoorde, cuyo desparpajo puede desconcertar hasta al más estructurado.