Megamente

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

El problema de quedarse sin villanos

Los primeros diez o quince minutos del nuevo film de DreamWorks entusiasman, pero con el correr de la trama el efecto “Superman como villano” se va diluyendo. Como corresponde a estos tiempos, hay excelencia técnica y sobreabundancia de gags.

A Megamente (la película) le sucede lo que a Megamente (el personaje): de entrada encuentra el rival perfecto. Pero por algún motivo que la película y el personaje tal vez deberían dilucidar en terapia, cuando todo parecería encaminado a un también perfecto matrimonio en el infierno, en lo que podría considerarse la noche de bodas (primer enfrentamiento a matar o morir), película y personaje pierden a su contraparte. Cuando lo recuperan, es tarde. Y ya se sabe (si lo sabrá la política argentina) que sin un buen enemigo no se puede vivir bien. Por lo cual tras unos primeros diez o quince minutos para relamerse y gozar, durante la restante hora y pico película y personaje se la pasan buscando un rival a su altura, sin encontrarlo. Ausencia que se llena al mejor estilo DreamWorks Animation: con chistes, espectacularidad, tecnología de punta y alto diseño de producción. O también puede ser que el crítico no la haya entendido del todo y Megamente sea una osadía metalingüística de lo más sofisticada, que no sufre la falta de una razón de ser, sino que la expone. El problema, claro, es que, sin un relato que la sostenga, la metalingüística no es algo que resulte la mar de entretenido.

Superman, pero con Superman como villano, no como héroe. Ese es el hallazgo genial de (los primeros diez o quince minutos de) Megamente, escrita por los debutantes Alan J. Schoolcraft y Brent Simons y dirigida por el hombre de la casa Tom McGrath (director de ambas Madagascar). Para que el hallazgo funcione, basta con invertir el punto de vista desde el cual se narra la historia. La historia es una descarada paráfrasis de Superman, con un planeta lejano a punto de estallar, dos bebés lanzados por sus padres al espacio y la caída de ambos no en una ciudad llamada Metrópolis, sino en una llamada Metrocity. El chiquito calvo y no muy simpático no nació para ser amado. Por lo cual será “bueno para hacer el mal”. El pequeñín del rulito en la frente será a la larga Metro Man, psicopatón demagógico, que sabe que a la gente hay que darle circo y superpoderes para devenir paladín de la ciudad. Metro Man y Megamind: hasta la sonoridad de sus nombres los condena a ser uno, y el espectador tiene bien claro por cuál de los dos hinchar.

Derrotado Metro Man, Megamente comprende que deberá inventarse un villano. Inventa al Jimmy Olsen de turno, Hal, nerd ligeramente irritante pero definitivamente no a su altura. Para seguir con la coartada metalingüística, ¿se tratará de poner en escena el debilitamiento de la idea misma de villanía? Problema: un villano débil representa una herida mortal para una película de superhéroes. Algo que no sucedía, por poner un ejemplo cercano (en tiempo, en intenciones, en registro visual), en Los increíbles, sofisticada reflexión sobre el sentido y el mito del superhéroe, que no desdeñaba el carácter de relato popular de aventuras. Ante la falta de villanos, Megamente se entrega, en cambio, a una deriva de ideas que no hacen relato: la Luisa Lane moderna, audaz e inteligente, el comic relief extravagante, el asombroso diseño de una ciudad futura, el fascistoide monumentalismo de masas y el sinfín de etcéteras previsible en una película que trabaja por acumulación.

Con Ben Stiller como productor ejecutivo, su compinche Justin Theroux (coguionista de Una guerra de película) y un inesperado Guillermo del Toro como consultores creativos, con las voces de Will Ferrell, Brad Pitt, Tina Fey, Jonah Hill y un montón más (en las escasísimas versiones subtituladas), en términos de diseño de producción, estado del arte tecnológico y despliegue visual, Megamente deja boquiabierto. Pero es justamente allí donde la película construye un espectador no muy distinto del de las superproducciones monumentalistas de Metro Man: una masa de ciudadanos ululantes, extasiados con los superpoderes del héroe. Así, el punto de vista de Megamente empieza siendo el de nuestro villano favorito, para igualarse a la larga con el del héroe al que había prometido odiar.