Medianoche en París

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

La vida está en otra parte

En una entrevista reciente con Kent Jones, Allen dice: “Tengo un sentimiento recurrente e insistente de que la realidad en la que estamos atrapados es, en verdad, si la diseccionamos, una pesadilla”. Su declaración sintetiza Medianoche en París y una preocupación filosófica que recorre toda su obra: el cosmos es un fenómeno sin sentido, y la existencia de los hombres no constituye una excepción metafísica. ¿Cómo defenderse o vivir con esa clarividencia?

Los planos iniciales sobre distintos lugares de la ciudad de París son cinematográficamente elegantes. Quizás Allen recordó una conversación que tuvo con Jean Luc Godard acerca de cómo filmar la arquitectura de una metrópolis sin ceder a la estética televisiva. Suena un tema de Sidney Bechet: el espacio remite al presente, la música al pasado, lo que anuncia una intersección futura en el relato.

Gil Pender (Owen Wilson) es un escritor frustrado que trabaja como guionista en Hollywood. Junto con su prometida viaja a París, lugar que estima ideal para escribir en serio. Es evidente que se quieren, aunque sus agendas inconscientes son ostensiblemente disímiles, algo que la familia de la novia entiende muy bien.

Entre paseos y encuentros familiares, después de una cena, Gil se perderá caminando hasta llegar a la calle Montagne St. Geneviève, donde el conductor de un auto antiguo lo invitará a subir. Será un puente mágico al pasado, a la década de los años locos de 1920, un viaje que Gil emprenderá todas las noches.

Allí conocerá a Scott Fitzgerald y a Hemingway, inspirará a Buñuel la trama de El ángel exterminador, discutirá con Dalí y Man Ray acerca del surrealismo, y hasta tendrá un affaire con una amante de Picasso. Gertrud Stein, por otra parte, le hará una crítica a su novela.

Al igual que en La rosa púrpura de El Cairo, ese circuito temporal y espacial no será explicado. En un pasaje lúcido, un personaje del ’20 y Gil se toparán con Lautrec en el pináculo de la Belle Epoque. Esa escena constituye el centro de gravedad filosófico: la idealización del pasado es una falsa opción, que ni siquiera funciona como consuelo. El pasado mítico es un obstáculo, un impedimento, un deseo negativo. Finalmente, entre sus periplos al pasado, Gil tomará una decisión sobre su futuro.

Quizá porque la mayoría de los personajes son especímenes grandiosos de la literatura y la pintura, y todos ellos tratan a Wilson, el álter ego de Allen, como a un igual, la película carece del típico desprecio de Allen por sus criaturas, que siempre son menos inteligentes que su titiritero detrás de cámara y, por obsecuencia y consecuencia, también menos sagaces que su público.

Wilson, además, le impone un tono ligeramente naif a su personaje. Es evidente que Allen ha trabajado conscientemente sobre la inocencia del personaje, pero el modo como Wilson interpreta a un imaginario Allen rejuvenecido trastroca la amargura cínica del cineasta en una ligereza que hasta puede confundirse con sabiduría prematura.

La mejor película de Allen en años insiste en una sola cosa: las cosas funcionan sólo por deseo.