Medianoche en París

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Sueño con el pasado que añoro

Allen muestra su amor por la Ciudad Luz y unas criaturas con las que siempre se sintió en deuda.

Woody Allen siente amor, históricamente, por historias como ésta: el protagonista anda como perdido por la vida y zonas aledañas, y encuentra en el amor un camino de posible salida, si lo que escribió es en tono de comedia, o de plausible redención, si es drama.

En Medianoche en París vuelve a mostrarse efusivo con una ciudad, como en su bienamada Manhattan . Afecto por una urbe y sus seres, aquí son criaturas que Woody ama (y amó ya desde su juventud) desde lo intelectual.

Porque convengamos que ese prólogo de imágenes de la Ciudad Luz con que abre en el presente tiene mucho de mirada turística, naif, que no sabemos si es la idealización de Gil, el protagonista, o cómo en verdad Woody, ya sus 75 años, ve o sueña a París.

Gil (Owen Wilson) es un guionista de California que está de paseo por París con su prometida, Inez (Rachel McAdams). Que las cosas no marchan como deberían el espectador menos atento lo advierte una noche, cuando ella en vez de acompañar a su pareja, se marcha con otros amigos y lo deja deambulando las callecitas parisinas. Suenan las 12 y Owen es invitado a subir a un Ford de los años ‘20 e ingresa mágicamente a un mundo que lo fascina y con el que siempre soñó. Y del que despierta cada mañana, suponemos, muy a pesar suyo.

Es que allí puede hablar sobre su frustración como escritor con Ernest Hemingway o F. Scott Fitzgerald, codearse con Salvador Dalí, Luis Buñuel o T. S. Eliot.

El punto en común con La rosa púrpura del Cairo (1985) es claro, aunque aquí no enjuicia la época específica en que transcurre la acción (era la Depresión). La identificación de Allen con la mirada melancólica hacia esas figuras del pasado es el toque autobiográfico de Medianoche en París , ya que Allen no es un escritor en problemas. Porque esos encuentros con Hemingway y Scott Fitzgerald son como la corporización de sus sueños más vívidos.

Porque eso es la película: una divertidísima receta que incluye realismo mágico, viaje en el tiempo, comedia romántica y algunas neurosis allenescas.

Si Owen Wilson interpreta el papel que, por edad, ya no puede encarnar el director como en su época de Manhattan , a Michael Sheen le toca los que componía a veces Tony Roberts en los primeros Allen, el del intelectual arrogante. Es el amigo de Inez que tiene “la” escena con Carla Bruni, gancho de marketing como la guía de museo. MacAdams juega a lo Diane Keaton, con quien trabajó en Un despertar glorioso , pero se ve que algunos consejitos no los atendió.

Pero para quien Allen tiene reservado el rol que a Gil lo dará vuelta como a un guante es a Marion Cotillard, bien francesa ella, quien en los ‘20 sueña... con estar en la Belle Epoque.

Es en ese advertir que otro sueña con otra época distinta a la que él tanto atesora lo que le da a Gil un sentido aleccionador: si no es que más vale pájaro en mano que cien volando, es bueno tener a mano la honda adecuada para no errarle al pajarito.

Por que sí
Podrá criticársele que sumar más y más artistas en cada “viaje” del protagonista al París de los años ‘20 agota el recurso, pero es el filme de Allen más original en años.