Maze Runner: Correr o morir

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Tensión y suspenso en una nueva saga

Los estudios de Hollywood se sabe buscan éxitos comerciales, pero tienen una obsesión aún mayor: las sagas; es decir, la posibilidad de generar una franquicia de larga duración. En ese sentido, las expectativas de Fox con el lanzamiento de The Maze Runner - Correr o morir no se remiten sólo a cómo le vaya a esta ópera prima de Wes Ball, ya que de su resultado comercial dependerá la viabilidad de adaptar también las secuelas (y precuelas) escritas por James Dashner (Prueba de fuego, la segunda parte, ya está en producción a la espera de los primeros números de Maze Runner en todo el mundo). Así se maneja la industria hoy y, por eso, la gran incógnita pasa por desentrañar si éste puede ser o no el inicio de una lucrativa serie de películas.

En principio, Maze Runner parece tener elementos (atractivos) similares a los de varias sagas recientes: algo de Divergente, otro tanto de Los juegos del hambre (y bastante de clásicas novelas como El señor de las moscas). Un grupo de jóvenes queda atrapado entre unos muros altísimos y debe sobrevivir a partir de la autogestión y de unos pocos víveres que los promotores del experimento (sobre el final se verá quiénes son y por qué lo motorizan) les proveen.

A ese misterioso ámbito llega desde el subsuelo y dentro de una jaula el protagonista, Thomas (Dylan O'Brien), quien pronto demostrará que tiene pasta de líder y de corredor. ¿Correr para qué? Es que la única conexión que podría haber con el mundo exterior es a través de un intrincado laberinto vigilado por unos poderosos robots (con caras que remiten de los monstruos de la saga de Alien y estructuras similares a los skitters de la serie Falling Skies). Los corredores, entonces, son los encargados de encontrar las posibles salidas y, claro, de eludir esas amenazas.

Más allá del reciclaje de elementos y conflictos ya vistos en otras películas, Ball maneja con buen pulso (es decir, construyendo tensión y suspenso) tanto la dinámica interna del grupo (con las inevitables alianzas y enfrentamientos de bandos) como la acción (los intentos de fuga). Si bien el desenlace luego de la batalla final luce un poco abrupto y confuso, se debe no tanto a carencias de la película como a la necesidad de abrir el camino para las futuras entregas. Exigencias de esta era del cine dominada por las sagas de largo aliento.

La impecable fotografía del ecuatoriano Enrique Chediak (Exterminio 2, 127 horas), el logrado diseño de la prisión a cielo abierto y la utilización (siempre económica y funcional, nunca ostentosa) de los efectos visuales son otros hallazgos de esta distopía que está en línea con otros exponentes recientes de una ciencia ficción quizá menos espectacular, pero al mismo tiempo más humanizada y reconocible.