Matrix 4: Resurrecciones

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Atrapados en la ilusión

Lo mejor que puede decirse de The Matrix Resurrections (2021), opus apenas correcto que estuvo a punto de abortarse por la terrible pandemia del covid-19, es que funciona como un blockbuster de autor de esos que ya no existen porque prácticamente todo el mainstream de nuestros días está controlado por ejecutivos imbéciles de los grandes estudios cuyas únicas manos derechas son los tarados de marketing y esos directores lambiscones que hacen lo que se les dice, algo que aquí evidentemente no ocurre ya que todos los aciertos y fallos del film que nos ocupa son responsabilidad absoluta de Lana Wachowski, ahora dirigiendo en soledad porque su hermana Lilly, también un transexual, decidió dar un paso al costado tanto para concentrarse en su trabajo en Work in Progress (2019-2021), serie de Showtime, como para procesar la muerte de los padres del dúo en 2019, Ron y Lynne Wachowski. La película se distancia mucho de la trilogía original, aquella de The Matrix (1999) y las dos secuelas filmadas en paralelo, The Matrix Reloaded (2003) y The Matrix Revolutions (2003), porque en esta oportunidad el asunto está volcado hacia la autoparodia constante y sobre todo una autoreferencialidad que es crítica furiosa contra la avaricia y estupidez del Hollywood contemporáneo, siempre obsesionado con continuaciones, remakes, spin-offs y adaptaciones de material ya ampliamente probado, y contra la previsibilidad conservadora y nostálgica en el ámbito de la cultura en general, esquema que también abarca la recepción y por ello hay palazos contra los delirios idiotas y fetichistas del público y de la prensa y el hecho de que muchas veces los creadores se dejan encerrar en burbujas de melancolía que funcionan como un bucle de lo mismo y nunca como génesis de algo nuevo en serio que permita un crecimiento de la imaginación. En este sentido, The Matrix Resurrections deja de lado en buena medida las abstracciones y construye una analogía cuasi fellinesca entre realidad y ficción porque nos regala a un Thomas A. Anderson alias Neo (Keanu Reeves) que ahora es un diseñador y programador de videojuegos que vive tranquilo -y sin molestar a nadie- de la gloria pasada de una trilogía de trabajos que siguen el arco narrativo de los convites previos, señor que se ve obligado a realizar una nueva secuela porque la Warner Bros. lo extorsiona con encarar el proyecto sí o sí ya que lo llevará a cabo de todos modos con o sin su participación, detalle remarcado desde los diálogos que refuerza los numerosos dichos de las Wachowski en relación a la insistencia maniática de la empresa a lo largo de las últimas dos décadas para que se pongan detrás de cámaras para otra película de la saga.

La historia es bastante sencilla y retoma el final de The Matrix Revolutions, cuando un Neo endiosado ve morir a Trinity (Carrie-Anne Moss) y salva a la ciudad humana, Sion, de ser destruida por las máquinas al enfrentarse y derrotar al Agente Smith (Hugo Weaving) y su costumbre de clonarse hasta el infinito dentro de la realidad ilusoria que todos conocemos, la Matrix, faena que en apariencia también lo hizo pasar a mejor vida pero definitivamente no: en esta ocasión descubrimos que tanto él como su amada Trinity fueron revividos por el nuevo “gerente” de esta irrealidad por demás engañosa, El Analista (Neil Patrick Harris), y enchufados de nuevo al sistema para mantenerlos a raya y evitar que resurjan de lleno por contacto mutuo esos poderes de una espiritualidad rimbombante que ahora parece que no son propiedad exclusiva del señor sino que abarcan a la fémina también. Desde ya que los dos veteranos, como corresponde a todo corolario con ingredientes de remake camuflada, otra vez viven una vida gris en la Matrix, hoy una San Francisco de diseño, que los condena a la amnesia y a no saber que fueron pareja dos décadas atrás y que ayudaron a sellar la paz con las máquinas, por ello un flamante equipo de rebeldes, encabezado por Bugs (Jessica Henwick), una chica con un tatuaje de un conejo blanco, y una versión más joven y digital de Morfeo (Yahya Abdul-Mateen II), creada por Neo para sus videojuegos inspirados en todos sus recuerdos reprimidos, despierta a Anderson de su cápsula de soponcio orwelliano perpetuo en la granja del mañana, quien a su vez pretende hacer lo propio con una Trinity motoquera que está dopada vía una parentela burguesa, esposo e hijos de por medio símil garantes de su apego a esta mentira esclavista de las máquinas que provoca conformismo y una especie de adicción. Honestamente no hay mucho más para decir acerca del relato en sí salvo que la antigua Sion aparentemente fue destruida y reemplazada por Io, una metrópoli que está logrando cultivar su propia comida y dejar de ingerir basura sintética, y que el Morfeo de carne y hueso de Laurence Fishburne murió en un ataque pomposo que rompió por un tiempo la tregua entre los bípedos y esa inteligencia artificial que extrae su energía de los cuerpos humanos cosechados, por ello la mandamás de Io es una avejentada Niobe (Jada Pinkett Smith), la cual está en contra de la peligrosa misión orientada a desconectar a la otrora novia de Neo porque ello podría verse como una provocación y desencadenar una estrepitosa guerra contra las máquinas en una época de mansedumbre y construcción de una existencia pacifista que mantenga la distancia con respecto a tamaña virtualidad parasitaria.

El guión de Lana y sus dos compinches de turno, los novelistas Aleksandar Hemon y David Mitchell, este último el artífice de la novela homónima del 2004 que originó Cloud Atlas (2012), es realmente muy desparejo al igual que la ejecución en términos macros de una serie de ideas en esencia interesantes y/ o valientes, pensemos por un lado que hoy tenemos una autoconciencia y un humor irónico que estaban ausentes en la trilogía original y que se explican por el cinismo parcial aunque decidido de una Wachowski definitivamente harta de los aprietes comerciales de la Warner, compañía que expulsó a las hermanas luego del fracaso de Jupiter Ascending (2015) mientras seguía insistiendo con una continuación de The Matrix, pero con la alegría indisimulable de reencontrarse con los personajes de Neo y Trinity, en pantalla igualados en destrezas y capacidad de acción sobrehumana dentro de una concepción retórica que asimismo empareja a hombres y máquinas, siendo algunas de ellas “buenas” o dóciles, y a machos y hembras, precisamente abandonando la exclusividad masculina en el papel del mesías, y por el otro lado el aprovechamiento de este voluminoso elenco se asemeja a un camino sinuoso debido a que Abdul-Mateen II jamás termina de convencer como el nuevo Morfeo, Henwick resulta demasiado leve en su rol de guerrillera amante de la desobediencia y encima nos topamos con una Christina Ricci totalmente desperdiciada como Gwyn de Vere, miembro del plantel de la empresa de videojuegos que Anderson fundó junto a su insólito socio, Smith (Jonathan Groff), versión más joven y en un inicio también amnésica del personaje que supo interpretar Hugo Weaving, lo que nos lleva a apreciar la otra cara de la moneda, la positiva, ya que lo hecho por Groff, Harris y Pinkett Smith es excelente y por cierto se agradece el cameo tontuelo aunque hilarante de Lambert Wilson como un Merovingio andrajoso que pretende venganza, aquel magnate patético de la información a lo millonario de la web. Reeves creció mucho como actor con el transcurso de los años desde las postrimerías del Siglo XX y ahora no tiene problema alguno para acompañar a una Moss que siempre estuvo perfecta como Trinity, en la trama respondiendo al nombre semi mordaz de Tiffany en materia del olvido al que la condenó la Matrix aggiornada del Analista, un psicólogo estafador -como todos los psicólogos, esos chamanes berretas inflados- que controla en primera persona a Neo y adopta un enfoque más posmoderno para la hegemonía porque privilegia la sumisión intuitiva y epidérmica en detrimento de la partición bélica tajante de la versión previa del poderoso entorno ficticio.

Como era de esperar, los diálogos vuelven a combinar la jerga de los ordenadores con el misticismo new age, las estrategias de combate y las reflexiones acerca de la identidad, la cultura, la elección individual, la muerte, los criterios de verdad, el compañerismo, el amor, la política, el control popular, la fe y esa resurrección cristiana del título a instancias de unas máquinas que ya no son tan malas tanto por las “mascotas” del caso, como decíamos previamente unos aparatejos que colaboran en la causa de los mortales, como porque el villano fundamental es una suerte de CEO autónomo que representa el sustrato psicopático, maquiavélico e imprevisible de esas gerencias medias y superiores de los conglomerados capitalistas multinacionales del presente, El Analista, amén de elementos autobiográficos de la propia Lana como por ejemplo la perspectiva transgénero, el trasfondo de metaficción de los videojuegos, una preocupación muy marcada en torno a la vejez y el dolor, la noción de deambular entre las expectativas comunales y la voluntad del sujeto vulnerable de a pie y finalmente este dejo lúdico y cáustico en segundo plano que recupera algo del carácter más convulsionado y ambicioso de Cloud Atlas, Jupiter Ascending, Speed Racer (2008) y Sense8 (2015-2018), serie realizada por las hermanas para Netflix. En buena medida The Matrix Resurrections está craneada como una provocación lisa y llana destinada a molestar en simultáneo a la crítica, el fandom y Hollywood en general porque de hecho defraudará a todos por igual con sus burlas hacia el cyberpunk, las coreografías de Yuen Woo-ping y el inefable bullet time, otrora las marcas registradas de la franquicia y hoy artificios del CGI y la fantasía postapocalíptica y la acción más estandarizada, con su catarata de metraje literal extraído de la trilogía primigenia, apareciendo a cada rato a lo largo de la primera mitad del relato, y con su intermitente y claro déjà vu de cadencia apesadumbrada y/ o romanticona veterana, muy lejos del culto contemporáneo para con la adolescencia, las certezas de libro mierdoso de autoayuda y la mercadotecnia para oligofrénicos a lo factoría Marvel. A pesar de sus desniveles y pasos en falso en lo que atañe al desarrollo de una historia que se hace algo mucho larga y un poco redundante, la realización por lo menos se muestra sanamente irrespetuosa para con el legado de la primera película, lo mejor que hicieron las Wachowski junto a Cloud Atlas y aquella injustamente olvidada ópera prima, Bound (1996), y esquiva la paupérrima fórmula de “más de lo mismo” ya que aquí la autoreflexión sarcástica toma la delantera para continuar pensando en las redes invisibles de todo sometimiento social…