Más allá de la vida

Crítica de Emiliano Fernández - CineFreaks

Sentir el dolor

De un tiempo a esta parte la crítica tiene muy poco que ofrecer frente a cada nuevo film de Clint Eastwood, dicha labor apenas si se limita a remarcar lo ya sabido por todos los espectadores con la sensibilidad necesaria para apreciar la obra de este maestro de maestros del séptimo arte: resulta francamente increíble que a los 80 años el estadounidense aún tenga el coraje suficiente para ampliar sus horizontes y destruir el cerco de lo que se puede esperar de él. Quizás una de las películas más radicales al respecto es la que hoy nos ocupa, Más Allá de la Vida (Hereafter, 2010), una suerte de melodrama con elementos fantásticos que nos presenta en forma paralela tres historias centradas en las consecuencias que se derivan del contacto con la muerte y el mismo hecho de suponer una existencia posterior.

El interesante guión de Peter Morgan, quien continúa cuesta arriba luego de Frost/Nixon (2008), comienza con la periodista televisiva Marie Lelay (Cécile de France) sobreviviendo a un tsunami en Tailandia y experimentando casi de inmediato visiones protagonizadas por figuras humanas. La trama corta a Londres, en donde los hermanos gemelos de doce años Jason y Marcus (George y Frankie McLaren) hacen lo imposible para que su madre heroinómana conserve la patria potestad: sin embargo con la súbita desaparición de Jason, a quien atropellan accidentalmente, Marcus padece la soledad, elude la pérdida e inicia un periplo en pos de respuestas. Como si esto fuera poco, el trajín incluye también a George Lonegan (Matt Damon), un psíquico de San Francisco que trata de huir de sus facultades.

Aquí el director supera lo alcanzado en Invictus (2009) y otra vez sale airoso analizando tópicos que a primera vista parecerían ajenos: de este modo vuelve a metamorfosear la propuesta para sumergirla en su clásico humanismo crepuscular. La perspectiva individual de los protagonistas en relación al tema ha sido plasmada en términos narrativos con sumo respeto y sin especulaciones inconducentes. Queda claro que desde Million Dollar Baby (2004) el mítico cineasta está escribiendo su testamento a partir de un andamiaje ideológico tan esperanzado como de costumbre aunque relativamente más amargo, metiéndose en disyuntivas que plantean lo irremediable de determinadas situaciones mientras señalan a los responsables de turno (tanto en lo que atañe a los rasgos positivos como a los negativos).

Lejos de los típicos atajos de la idiosincrasia norteamericana, Eastwood se toma su tiempo para desarrollar los personajes, dibujar su entorno y explicitar opciones que en muchos ámbitos no son tales precisamente porque escapan al control de estos seres contradictorios, complejos y testarudos a más no poder. Así es cómo el realizador, fiel a su coherencia y sabiduría, optó por construir su opus alrededor de la circunstancia de sentir el dolor y la frustración en vez de la alternativa de priorizar a la mera muerte. Como siempre la fotografía, la música y el desempeño del elenco se condicen con la extraordinaria riqueza general y colaboran para que estemos ante una experiencia cinematográfica de una belleza abrumadora, capaz de involucrarnos -creamos o no- en todos estos vaivenes del corazón.