Mandarinas

Crítica de Martín Chiavarino - A Sala Llena

La guerra y la paz.

Mandarinas (Mandariinid, 2013), el último film del realizador georgiano Zaza Urushadze, se sitúa en 1990, en los inicios de los conflictos acaecidos a partir de la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y el triunfo de los sectores nacionalistas que desmembraron al gigante comunista. Los inicios del conflicto checheno y los problemas del surgimiento de los estados post soviéticos se encuentran en esta pequeña historia sobre los valores morales y la artesanía como construcción de la personalidad y el carácter.

En la zona habitada por los estonios, en una región de Georgia en disputa con los nacionalistas musulmanes chechenos, dos pobladores estonios, Ivo (Lembit Ulfsak) y Margus (Elmo Nüganen), esperan la llegada de un grupo militar que los ayude con la recolección de las mandarinas del segundo, mientras el primero fabrica artesanamente los cajones para transportar el cargamento. Ambos se niegan a abandonar sus casas y partir hacia el nuevo estado estonio en búsqueda de seguridad, cada uno por sus razones.

Tras un enfrentamiento armado al lado de la plantación, Ivo logra rescatar a un sobreviviente checheno y a un georgiano, Ahmed (Giorgi Nakashidze) y Niko (Misha Meskhi). Al curarlos y forzarlos a conocerse, los soldados descubrirán que no hay tantas diferencias entre ellos y que el conflicto es una tergiversación de ambas partes de la historia de sus respectivas naciones, una lucha sin sentido que solo beneficia a los poderosos por el control del territorio que otrora compartían pacíficamente.

Urushadze combina lo mejor y lo peor de la humanidad para crear un microclima alrededor de este territorio que parece más una zona neutral que un escenario de guerra. Las mandarinas representan un modo de vida que se pierde, un lugar de vida a punto de ser destruido por las bombas y los enfrentamientos. Utilizando de forma extraordinaria los primeros planos, y apoyándose en actuaciones maravillosas y en una fotografía que observa minuciosamente el significado de los gestos, Mandarinas logra, a través de un guión preciso que busca aleccionar y cerrar cicatrices, imponer la necesidad de la paz ante la enajenación colectiva beligerante.

Las diferencias religiosas y los argumentos nacionales van deshilachándose de a poco a través de los brillantes y hermosos diálogos y de cada escena que se resuelve en el tiempo justo para hacer hincapié explosivamente en su idea matriz pacificadora.

Tan solo enfocando la cámara en una pequeña historia alrededor de una plantación de mandarinas, dos hombres atrapados en su obstinación por vivir en una zona de guerra y dos soldados enfrentados a su propia altivez, el film -nominado recientemente al Oscar a Mejor Película Extranjera junto a las extraordinarias Ida (2013) y Leviathan (Leviafan, 2014)- construye una narración metacinematográfica perfecta que cuestiona al mismo tiempo al cine de guerra, los nacionalismos, la intolerancia religiosa y el chauvinismo.