Magia a la luz de la luna

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Ojos que no ven, corazón que sí siente

Allen está cada vez más sentimental y romántico, y su nueva comedia, que parece un relato ligero, encierra profundidad. Da gusto verla y disfrutarla.

Woody se nos está poniendo más y más romántico con el pasar de los años. No es que hayamos olvidado cómo corría por las calles de Manhattan rumbo a los brazos de Mariel Hemingway en aquel filme de 1979, pero tras estos 35 años que pasaron, el director de Blue Jasmine ha aplacado en sus guiones el humor y se ha vuelto más sentimental. O, de ser eso posible, como si quisiera más a sus personajes hoy que antes.

Magia a la luz de la luna es de esos títulos que parecen poco ambiciosos, de tono ligero, pero que encierran una profundidad que pasa más por el corazón que por la mente. Es una historia de amor en la que el protagonista masculino se debate entre la razón y el sentimiento, entre conquistar -y dejarse conquistar- más allá de la lógica.

Y eso que Stanley (Colin Firth) forma con su prometida una pareja “hecha en el Cielo”, y ella tiene todo lo que él, un ilusionista en los primeros años del siglo XX, ansía: lógica, sentido común y belleza.

Stanley es un mago inglés que posterga unas vacaciones con Olivia llamado por un amigo (Simon McBurney), para desenmascarar a la que entienden es una impostora. Sophie (Emma Stone) dice ser una médium, y ha seducido y embaucado, creen, a una familia aristocrática, al punto de que el hijo (Hamish Linklater) le ofrece matrimonio mientras le recita con el ukelele y la madre (Jacki Weaver) va a financiarle una Fundación. Y allí va, de Berlín a la Costa Azul, a descubrir a esa falsa espiritista.

Más que en otras películas, Allen remarca las diferencias entre Stanley (que, como mago, se hace pasar por el chino Wei Ling Soo en sus actos) y Sophie. Pero el espectador que conoce al director sabe que algo los unirá. Y pese a intuirlo, como otras tantas veces, se deja llevar.

Con las referencias a Nietzsche bien a mano, Allen juega con las palabras. Stanley es irónico, pero también un tipo muy, pero muy simple. No cree que en la vida haya más que lo que aparenta, ni que exista el sexto sentido. “¿Soy la única persona cuerda que queda en la Tierra?”, se pregunta.

Los problemas que conlleva estar embelesado -o léase directamente enamorado- son el nudo del relato, amable, pero no pasatista. Si hay lugar para la magia y el romanticismo, también lo hay para el disparate. O qué es eso de preguntarle a una chica “¿Experimentás sentimientos románticos hacia mí?” Aquí Firth es el alter ego del realizador, y por supuesto no para de hablar, razonar y mostrarse tal cual es. Emma Stone de a poco va ganándose al espectador (por algo Allen la llamó para la que será su próxima película) y los papeles secundarios están uno mejor que otro.

Si, como dice un personaje, los seres humanos necesitamos “engañarnos para seguir adelante”, el final de Magia a la luz de la luna es de los más poéticos que se le recuerden al director de La rosa púrpura de El Cairo. Sí, es como una brisa y no tiene el peso de Blue Jasmine, pero da mucho gusto verla y disfrutarla.