Machete

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Pararse de manos.

Hasta ahora, los fervorosos adherentes al machetismo, es decir los que prácticamente pasaron de manera automática a formar parte de esa facción que no se cansa de dispensar elogios a la película de Robert Rodriguez, al revés que su ídolo, dejan de lado el machete y lo cambian por la poesía, que en ciertas ocasiones se convierte en un arma más contundente. Más todavía si de lo que se trata es de hacer proselitismo. El texto de mi amigo Aldo Montaño, escritor adelantado, consumado machetista y crítico perseverante, es particularmente sintomático de esa estrategia. Texto poético por donde se lo mire, hermoso y maldito en su carácter casi inexpugnable, y también en la rara felicidad que se deja entrever a cada paso, encabalgada en el envidiable júbilo de las frases, de los giros, de esa música secreta que llamamos tono, en definitiva, del estilo, nos informa básicamente esto: el tipo la pasó bomba viendo la película. Podría ser un caso más de escritura que supera con creces a su objeto. En la historia de esta misma página no se nos ahorran ejemplos parecidos.

Sin embargo, en esta oportunidad podría tratarse también de otra cosa. Machete, la película de Rodríguez, parece haber venido cosechando seguidores por adelantado, acicateados por el falso trailer (aquel que daba cuenta de una película todavía inexistente) que operaba no tanto como el anticipo de una película por venir, aunque no se hubiera filmado aún, sino como la cifra dichosa del sistema preferido del director. Jugar e impostar. Hacer como que. Rodriguez no engaña a nadie. No hace exploitation sino algo que sólo simula serlo. Pero esa simulación ya estaba expuesta como tal en el trailer que no era trailer. Así que todos contentos. ¿Es esa la clave de la diversión, entonces? ¿Abandonarse al módico estallido de colores que se nos presenta en la pantalla, a la dulce expectación de la sangre digital –por dónde goteará, hasta dónde salpicará esa sangre púdica, nunca demasiado explícita ni exagerada –, a los rutinarios desmembramientos; al sexo convenientemente elidido, por lo que ni siquiera es sexo sino apenas un amague quisquilloso con motivo musical funky, mediante el que se sugiere que Machete es un maratonista y a partir del cual se nos invita a creer sin más? La película podría ir a fondo, y no solo en la cama con Machete, ¿por qué no? Podría obviar la fineza (otra vez poética) de sus estocadas de ballet a lo Zatoichi, en las que en vez de heridas da la impresión de que se desparramaran flores de pétalos rojos, bellísimos, poco adecuados para algo llamado “película de explotación”. Pero no hace nada de eso.

Es que Machete, quizás, también sea un síntoma. El de un cine que renuncia a ver el mundo y que solo acierta a pensarse a sí mismo como un sucedáneo, como parte degradada de una historia que lo contiene pero a la que no termina de reconocer del todo. Machete se pone a mirar esa historia con un recelo que se confunde con una devoción que puede ser paralizante. Como hijo abandonado, fragmento paria del cine, que se siente sin derecho siquiera al gesto de rebelión que lo habilite a filmar como si se lo estuviera haciendo por primera vez, la película de Rodriguez parece resignarse al movimiento mecánico de una repetición risible, lo más acrítica que se pueda. Como ocurre con su amigote Tarantino en sus horas menos inspiradas, la cita constante, el chiste cinéfilo, el desfile impenitente de caras de una supuesta tradición paralela del cine, le proporcionan la coartada para erigir todo un sistema a partir de sus propias flaquezas y asumir, de paso, las ráfagas de su mala conciencia como estandarte: el cine solamente pude acceder al cine.

Sin sexo y con una violencia remilgada, el universo de Machete es la admisión desvergonzada de una imposibilidad. El cine sólo se constituye repitiendo sus imágenes codificadas sin comentarlas, como si fueran tics, como mucho adecuándolas a las exigencias del mercado. ¿Es que no da para hacer política, tampoco? No importa, la alusión más o menos resuelta de las explosivas tensiones de frontera que la película presenta hace las veces de comentario urgente. Que al final de todo la culpa recaiga en un narco mexicano, de blanco impoluto y con la cara de Steven Seagal, que lo único que pretende es controlar la frontera para hacer pasar sus mercancías con mayor comodidad, no debería ofender a nadie. Las mujeres de armas tomar que recorren la película, por otro lado, son estampitas de fetichismo masculino que no desdeñan, paradójicamente, el pertinente resguardo de sus partes íntimas (como cuando el personaje de Jessica Alba se despierta y respira aliviada después de verificar que Machete no “le hizo nada”). Machete construye su credo con la risa mustia que sobreviene cuando se asume que todo ya se vio, que todo ya es, tristemente, parte de un banco de imágenes al que solo resta acudir para hacer las combinaciones adecuadas. Un narcocorrido cualquiera dice más cosas, tiene más gracia y se para mejor de manos que esta película. Machete no promete sobresaltos, ni siquiera el trailer trucho lo hacía, sino un arrullo con forma de diversión barata, la posibilidad de una compensación por medio de la sonrisa que se nos escapa cuando nos encontramos con lo que ya sabíamos.