Macbeth

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Una oscuridad de diseño antes que moral

La versión del realizador Justin Kurzel de la trajinada obra de Shakespeare (adaptada antes al cine por Welles, Kurosawa y Polanski, nada menos) peca más por falta que por exceso.

Oscuridad más escenográfica que moral, crudeza estetizada, intensidad dramática en sordina: el nuevo Macbeth encaja sin accidentes con tendencias, vicios o cortedades de la época. En línea con las películas del artista visual británico Steve McQueen (Hunger, Shame, 12 años de esclavitud), aunque con menos afectación estética, la nueva versión del clásico de Shakespeare representa una suerte de “darkismo” de diseño: una temática risqué (el trato de los presos políticos en las cárceles británicas de los 80, la adicción sexual, el esclavismo, en aquéllas; la desmesurada ambición de poder y el crimen político, aquí) se ve subsumida en aguas de una presentación visual calculada, prolija, eventualmente “bella”. Se diría que el público potencial de este Macbeth coproducido por los hermanos Weinstein son algunas señoras bián con ganas de darse un baño de cultura, si no fuera que ése era el público de la función a la que asistió el cronista, y las señoras salieron un poco furiosas con tanta víscera a la vista, y mucho con tanto diálogo poético.Como en otros casos recientes, el realizador Justin Kurzel (que se larga a abordar Shakespeare con sólo una película en su haber) y sus guionistas, Jacob Koskoff, Michael Lesslie y Todd Louiso, optaron por reproducir tal cual los diálogos de Shakespeare. Pero no haciendo entrechocar su lirismo y cadencia, su carácter meditativo, con un deliberado y ruidoso pastiche de puesta en escena (como Baz Luhrman en Romeo + Julieta, Richard Linklater en Ricardo III y el insospechable Ralph Fiennes en Coroliano), sino ajustando ésta a una suerte de arqueología histórica procesada. Recordando el primitivismo casi abstracto de la versión Welles (1948), la de Kurzel y su diseñador de producción es una Escocia del siglo XI, hecha de construcciones en piedra viva, togas de telas rústicas, mucha niebla y bruma. La historia es transcripta con fidelidad: recién ascendido por el rey Duncan (el reaparecido David Thewlis) tras una victoria militar, el fiel Macbeth (Michael Fassbender) recibe de tres brujas (a las que aquí se les suma una niña) la predicción de que será rey, aunque sin dejar descendencia.Macbeth y, sobre todo, su mujer (Marion Cotillard, hablando un impecable inglés), deciden apresurar el vaticinio e invitar a Duncan a celebrar la victoria en su morada, aprovechando la noche para asesinarlo, inculpando a sus guardias y permitiendo así que la corona vaya a parar a la cabeza del dueño de casa. Macbeth duda, su esposa lo instiga, la culpa y la paranoia comienza a corroerlos (sobre todo a él), todos a su alrededor serán sospechosos de conspiración, la traición se ahondará con más crímenes y el bosque de Birnam llegará a Dunsinane. Dejando de lado unos ralentis y accelerandi muy de videoclip (usados, como en la ultradigital 300, en las escenas de batallas) y una planta de luces en la que puede “verse” el esmero de los técnicos en colocar cada vela en su lugar preciso, esta Macbeth posterior a las de Welles, Kurosawa y Polanski peca más por falta que por exceso.El elenco, con los papeles de Banquo, Malcolm y Macduff bien cubiertos por confiables secundarios británicos, es convenientemente sobrio y funcional, sin rémoras teatrales. Tampoco las hay en Fassbender y Cotillard, que están justos. Justos, pero descafeinados. La ambición de Macbeth y Lady Macbeth es tal, la profundidad de su traición tan perversa, la culpa que luego los embarga tan deletérea, que las actuaciones, la puesta en su conjunto, reclaman un carácter febril que aquí ni se roza. Llena de angulaciones y transpirados primeros planos, la versión Welles transmitía un progresivo descontrol de los sentidos. La de Kurosawa (Trono de sangre, 1957) hacía puente con los cuentos de fantasmas japoneses y aprovechaba la presencia de las brujas para llenar la pradera de vapores infernales. Polanski expurgaba su propia sangre derramada en su versión de los 70, convirtiendo al antihéroe poco menos que en un carnicero. La versión Kurzel permite encender algún celular durante la proyección y dirigirse a la salida hacia el patio de comidas, sin que la hamburguesa caiga más indigesta de lo que es.