Macbeth

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Los escarnios de la ambición.

Todos los que en su momento vimos Snowtown (2011), la visceral ópera prima de Justin Kurzel, augurábamos un gran futuro para el australiano y deseábamos que su siguiente opus llegase pronto. Como suele ocurrir en nuestros días, pasaron los años y no había mayores noticias de su regreso: nadie podía predecir que su segunda película sería nada más y nada menos que una traslación de Macbeth de William Shakespeare, un proyecto que a simple vista parecía un tanto alejado del microcosmos claustrofóbico de su debut. Luego del visionado uno debe rever la posición porque efectivamente el director se las ingenia no sólo para dar nueva vida a la archiconocida obra, sino también para adaptarla a su idiosincrasia.

Si sopesamos las interpretaciones anteriores del texto, percibiremos que aquí la tragedia familiar pasa al primer plano y se termina comiendo al relato aun por encima del clásico entretejido de la traición gubernamental, la demencia y el ansia irrefrenable de poder. Otro enroque muy importante lo hallamos a nivel de la contextualización dramática, ya que mientras que antes primaban las intrigas secretas y la fastuosidad de los palacios, hoy son los páramos desérticos de una Escocia corroída por las guerras los que desarman de a poco la dialéctica detrás de las prerrogativas individuales de los protagonistas, así la puesta en escena del western y su fatalismo se amoldan con facilidad a las necesidades de la historia.

Más allá del maravilloso trabajo del realizador en lo que respecta a retomar la rusticidad de la fotografía de Snowtown y privilegiar los soliloquios más reveladores de la angustia shakesperiana, claramente el desempeño del elenco juega un papel fundamental en la cadencia hipnótica que enmarca a Macbeth (2015) en general: tanto Michael Fassbender como Marion Cotillard, en los roles centrales, demuestran que con sutileza y perspicacia se puede obviar el catálogo de estereotipos que arrastran personajes interpretados hasta el hartazgo en una infinidad de ocasiones alrededor del planeta. Una vez más la profecía de unas brujas lleva al antihéroe del título al asesinato del rey y luego a la maldición del trono.

Resulta indudable que Kurzel no se deja intimidar por el material de base y vuelve a lucirse en cuanto a la dirección de actores y la profusión de alegorías del errar humano, ampliando su rango estilístico (sin perder su identidad ni esa furia etérea que lo caracteriza) y logrando posicionar a su film a la par de las excelentes adaptaciones de Akira Kurosawa de 1957 y de Roman Polanski de 1971 (aquí la culpa paradigmática y los escarnios de la ambición se superponen a los traumas post-bélicos). Macbeth constituye un verdadero arrebato a los sentidos y uno de los convites más poderosos y coherentes de los últimos tiempos, capaz de yuxtaponer la desesperación del campo privado a la virulencia y el dolor del yermo inerte…