Los Vengadores 2: Era de Ultron

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Un gigante verde viaja solo en un avión hacia ninguna parte y nos recuerda que todas las historias de superhéroes son tragedias más o menos encubiertas. Avengers: Era de Ultrón, siguiendo el camino abierto por Jon Favreau con las dos primeras Iron Man, toma un desvío y quiere además ser una comedia: la escena de la fiesta, con los vengadores intentando levantar sin éxito el martillo de Thor, dispone un gag detrás del otro con una velocidad que hace acordar a la screwball comedy. En verdad, en las películas de superhéroes todo es, en el fondo, una cuestión de velocidades: hay que actuar rápido para desbaratar los planes de algún villano, pensar rápido para anticipar sus planes, escapar velozmente cuando se es derrotado. Avengers, por su parte, lleva esta premisa mucho más lejos que cualquier otra película del género y puede ser vista como una gran carrera vertiginosa: contra el estado de la ciencia (la que emprende sin respiro Tony Stark), contra una época extraña (Capitán América), contra un pasado marcado por el terror (Black Widow), contra un trabajo peligroso que pone cada vez más lejos a la familia (Hawkeye).Incluso las rivalidades y desavenencias del grupo surgen de un desacople de ritmos: Stark, siempre un paso adelante de los demás, pone en peligro a la organización cuando decide realizar un arriesgado experimento; los otros no pueden menos que irle en zaga, en especial Steve Rogers, héroe vintage que se adapta con dificultad a las aceleraciones que le impone un presente que no es el suyo. Por eso es que los pocos momentos de plenitud que tienen estos vengadores están al principio y al final, cuando cada uno consigue integrarse con el resto y lograr así alguna especie de armonía. Pasa en la primer escena, en el que quizás sea el mejor comienzo del año, cuando Josh Whedon escenifica una suerte de mortífero ballet con sus protagonistas: en un bosque infestado de enemigos, los héroes irrumpen surcando por turnos el espacio del plano, se relevan unos a otros, alternan posiciones, entran y salen del encuadre; el resultado es una coreografía imposible como solo el cine podría haberla imaginado, y que nos distrae por un rato del destino trágico que pende sobre sus ejecutantes. Ese ataque bella y rápidamente orquestado es quizás la única forma de comunidad posible entre los personajes; la contracara es el retiro solitario del gigante verde y triste, que vuela pero que está quieto, que asume su propia tragedia renunciando a moverse con los otros.