Los inquilinos

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La endogamia compulsiva

Considerando la andanada de películas fallidas de terror centradas en casas embrujadas, fantasmas y maldiciones de diversa índole, a decir verdad Los Inquilinos (The Lodgers, 2017) es una pequeña maravilla que no sólo le da nueva vida al formato sino que hasta logra complementar sus tópicos de siempre con un trasfondo decididamente humanista que pocas realizaciones han sabido aprovechar. Entre los proyectos góticos de la Hammer, la impronta del J-Horror y la vertiente sobrenatural española encabezada por Los Otros (The Others, 2001) y las obras de Sergio G. Sánchez, léase El Orfanato (2007) y la reciente Marrowbone (2017), este segundo opus del irlandés Brian O’Malley construye personajes interesantes, cuenta con un elenco a la altura del desafío en su conjunto y por último explota inteligentemente los recursos del género para ofrecer al espectador una experiencia enriquecedora y sutil que combina clasicismo y una sensibilidad retórica contemporánea.

La trama no se anda con introducciones redundantes ni nada por el estilo ya que desde el vamos sabemos que los dos protagonistas principales, los hermanos gemelos Rachel (Charlotte Vega) y Edward (Bill Milner), están prisioneros en su propio caserón/ finca y deben obedecer tres reglas fundamentales, a saber: tienen que acostarse siempre antes de la medianoche, nunca deben dejar que un extraño entre en el hogar y no deben apartarse del todo uno del otro. La autoridad que hace respetar estas normas está conformada por un cónclave de espectros acuosos que yacen en lo que parece ser el sótano de la vivienda de turno. Luego de cumplir los 18 años, Edward se pone cada vez más nervioso frente a la exigencia familiar de “consumación” entre ambos, circunstancia que se complica por la idea recurrente de Rachel de escapar definitivamente del lugar y por su atracción hacia Sean (Eugene Simon), un veterano de guerra recién llegado y con una pierna mutilada.

Si bien todo transcurre en la Irlanda rural de la década del 20 del siglo pasado, el eficaz guión del debutante David Turpin -dato curioso: además compuso la música, junto a Kevin Murphy y Stephen Shannon- se las ingenia para tratar temáticas atemporales como la tendencia a repetir las barrabasadas de antaño (desde ya que todos los antepasados de los hermanos fueron también fruto del incesto y todos se suicidaron en un bello lago cercano), la enajenación progresiva por aislamiento (la historia se mueve en la frontera con la locura vía la claustrofobia y la pobreza extrema, debido a la necesidad de no salir de la mansión y vivir de una herencia ya extinta, a lo que se agrega la insistencia del abogado familiar con visitar y vender la morada) y hasta los prejuicios sociales más estúpidos (no falta la banda de pueblerinos fascistas que verduguean por deporte a Sean y andan con ganas de violar a cualquier fémina que ande dando vueltas por ahí, improvisando “excusas” en el momento).

Sobre los hombros de Vega recae el mayor peso del relato y lo cierto es que la chica hace maravillas con su personaje, logrando que sea sexy, taciturno y tierno al mismo tiempo sin que haya contradicción interpretativa ni cambio de tono pronunciado. La fotografía de Richard Kendrick y el diseño de producción de Joe Fallover son los otros puntos fuertes del film porque calzan perfecto con la atmósfera lúgubre y sensual del convite. Mención aparte merece el desenlace, uno realmente muy complejo y ambicioso para lo que debe haber sido un presupuesto acotado, dando por resultado un final de corte poético, bastante tétrico y con una energía envidiable que parece citar las secuencias más arrebatadoras de Under the Skin (2013). Basándose más en el apuntalamiento de climas opresivos y el apego/ desapego entre los personajes que en los sustos cronometrados y la falta de imaginación visual de buena parte del terror mainstream norteamericano, Los Inquilinos es una joyita encantadora y sugestiva que pone el acento en una maldición que tiene más que ver con la endogamia compulsiva y los componentes sociales más derechosos y reaccionarios que con algún tipo de venganza o necesidad de reparación desde el inefable más allá: aquí el ansia de libertad de Rachel conduce y da sentido a la película, consiguiendo que el resto de las amenazas circunstanciales -las representadas por el abogado y los energúmenos del montón- poco asusten en comparación con el sustrato hiper conservador de su linaje a través del tiempo…