Los indestructibles

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El cuerpo recobrado.

Los indestructibles es cine de acción más tiempo. Uno de los géneros que más habló del cuerpo y de sus posibilidades es también el que más obturó el desgaste corporal, negando el paso del tiempo que los años imprimían en sus protagonistas. Hacerse cargo de ese transcurso es una cuestión política porque implica un riesgo: desmantelar el género poniendo en evidencia la falacia de su tesis primordial, que las estrellas no envejecen y, si lo hacen, al menos conservan intactas sus habilidades físicas. En Los indestructibles está Gunner, una bestia gigante y triste que tiene que drogarse para soportar el ritmo de vida de un mercenario. Gunner va perdiendo la razón, se vuelve un asesino sádico y violento y traiciona a sus amigos. De todos los personajes, el que hace Dolph Lundgren es el que más parece estar poniendo en tela de juicio la moral del cine de acción: los relatos del género no serían más que un fugaz e idealizado momento de esplendor en la vida de criaturas amargas y peligrosas con un destino oscuro asegurado. Barney, interpretado por Stallone, es el otro extremo: de edad avanzada (como el propio Stallone, que ya cuenta sesenta y cuatro años) conserva el físico de un atleta treintañero. Pero hay algo inhumano en él, porque el personaje está siempre de punta en blanco, parece que no duerme (como lo señalan otros personajes), no toma alcohol, no desea a ninguna mujer (a la que salva y conquista la deja sin darle siquiera un beso) y su cuerpo no acusa el paso del tiempo. Hay algo trágico en Barney, como si el personaje estuviera congelado, condenado eternamente a habitar una película de acción y a vivir según sus reglas, siempre guerreando contra los villanos de turno. El monstruo de Gunner, con todos sus defectos, al menos es un ser de carne y hueso: siente, desea, sufre los estragos de los años (sobre todo en su cara, mapa en el que se cruzan arrugas y cicatrices de manera inquietante). Barney, en cambio, parece un cuerpo impoluto atrapado para siempre en la historia del cine. Una sola cosa sabemos que nos habla de su condición de hombre: que hace mucho fue herido de gravedad en la mano izquierda.

Esa herida es una referencia al cuerpo de las tantas que articula la película. Toll Road, que tiene oreja de luchador o de “coliflor”, cuenta cómo la lucha libre, por sus caídas y golpes, suele producir esa deformación (la herida es real, del propio peleador devenido actor Randy Couture que interpreta a Road). Yang explica lo difícil que es para él sostener el ritmo de sus compañeros siendo más chiquito (“las heridas son más grandes, tardo más en viajar de un lugar a otro”). Trench Mouse, apenas lo ve a Barney, le dice que perdió peso, y Church les pregunta si no van a empezar a chuparse la pija uno al otro. La mala decisión de Lacy, que cambia a Lee por otro, se materializa en el atroz moretón de su cara. En un fusilamiento que se lleva a cabo al principio, el general Garza le dice a su víctima que no le cree porque no puede ver dentro de él; Munroe mata al prisionero y le dice a Garza que ahora sí puede hacerlo. Lacy descubre sorprendida la profesión de Lee cuando lo ve moliendo a patadas a su novio golpeador y a los amigos de él. Ya sabíamos que el lenguaje que utilizan los personajes del cine de acción es uno armado a base de golpes y tiros (y que la supervivencia depende de la articulación precisa del discurso), pero es algo nuevo que los conflictos de los personajes, el humor y los giros de la trama también puedan ser marcas que se inscriben en el cuerpo. Como ocurre con la revuelta de los soldados del general Garza: cuando se revelan contra Munroe, Garza los manda a pintarse la cara de negro y amarillo, como si fueran guerreros, y Munroe se desayuna el levantamiento viendo las caras de los soldados mucho antes de que el general le explique lo que sucede.

Como buena película consagrada al cuerpo, Los indestructibles no entiende de psicología o de sentimentalismos. Cuando Lacy lo deja a Lee, éste se la pasa quejándose con Barney más por gruñón que por despechado, y cuando Lee ajusticia al novio de Lacy frente a ella, el conflicto entre la pareja se resuelve de la manera más limpia y económica posible: Lee le dice “no soy perfecto, pero tendrías que haberme esperado. Porque yo lo valgo”. La escena, justa a más no poder, termina unos segundos después. El único personaje que escapa al esquema de la película es también el único que está retirado, el del cuerpo rendido e inactivo. Tool tiene un parlamento largo y aburrido sobre un hecho traumático del pasado y se pone a filosofar diciendo que en su mente hay oscuridad y otras cursilerías por el estilo; acaso para Los indestructibles el quiebre de Tool sea el síntoma más terrible de la decadencia física, la queja con aires de solemnidad pródiga en palabras rebuscadas que espeta el que ya no puede ponerle el cuerpo a la vida y por eso se refugia en los diálogos grandilocuentes. Ni hay que decir que Tool vive encerrado en su taller y que su aspiración es morir al lado de una mujer y no por una; si existiese algo así como un héroe de acción burgués y acomodado, Tool sería ese. Por otra parte, el complicado Toll Road dice que hace terapia y que le va muy bien, pero el suyo es un comentario a manera de chiste, porque el personaje termina la película como la empieza, sin cambios, bien lineal, impermeable a las vueltas de tuerca psicologistas.

La posición crítica que la película toma respecto al género se trasluce con toda claridad al final, cuando uno de los personajes que había muerto (por la herida recibida, la muerte era inminente e inevitable) aparece vivo junto a sus compañeros, festejando a la par de ellos. Esa reunión de carácter casi hawksiano, impensable en una película de acción (donde los amigos mueren para motorizar la venganza del protagonista), es uno de los momentos más felices y luminosos del año cinematográfico: las peleas quedan en el pasado, las traiciones y las afrentas se olvidan, los amigos pueden reunirse una vez más para perdonarse y emborracharse juntos jugando al tiro al blanco con cuchillos. Ningún bache de guión, diálogo mal escrito (que no son pocos), pintoresquismo o conflicto acartonado y mal construido alcanza a opacar ni un ápice el brillo y la calidez enormes de ese encuentro final.