Los hombres que no amaban a las mujeres

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

No leí Los hombres que no amaban a las mujeres (ni ningún otro libro de Stieg Larsson), pero me animo a decir que la película Los hombres… es una simple y correcta ilustración en imágenes de lo que sucede en el libro. No es que Los hombres… esté mal, la verdad es que entretiene, varios de sus personajes son interesantes (sobre todo el de Lisbeth, verdadero núcleo de la película –y supongo, también del libro), la intriga está bien construida (con un desenlace que no por presentirse deja de tener algo de fuerza) y el film, en líneas generales, funciona. Pero hay cosas que todo el tiempo parecen reenviar al universo de la literatura, como el peso que se le confiere a algunas frases, la marcada apatía y falta de personalidad del personaje de Mikael (atributos que suelen aprovecharse mejor en una novela que en una película), el uso mecánico y muchas veces torpe de la música (el único rasgo netamente audiovisual, la música en off, está sobreexplotado y forzando los climas), la inclusión desprolija de escenas que solamente agregan información a destiempo sobre algún personaje (como la visita de Lisbeth a su madre, totalmente descolgada) o la tendencia a los primeros planos, que parecieran querer indagar únicamente en las caras y las impresiones de los personajes sin preocuparse demasiado por el espacio, los cuerpos y los lugares que se recorren. No estoy tratando (sería inútil, además) de agotar las posibilidades que tienen el cine y la literatura a la hora de cruzar relatos y lenguajes, pero sí señalo que hay un ineludible aire de “escritura” en la película Los hombres.., de respeto a un texto que ancla al film y lo encierra en un universo cinematográfico muy reducido donde no queda mucho lugar para nada que no sean planos cercanos, música estridente y líneas aparatosas. De hecho, es notable la capacidad del danés Niels Arden Oplev para eludir la descripción de los lugares que podrían sumarle a la película una atmósfera propia, como Estocolmo o el campo sueco. Todo lo que no sea narración, acción o tensión dramática, parece que no tiene cabida en Los hombres… La encarnación más evidente de esto es Lisbeth, que vive crispada y con la cara rígida, como si a cada instante la actriz Noomi Rapace se estuviera jugando la interpretación de su vida. La sordidez del mundo de Lisbeth es otra cosa que se desperdicia: no conocemos más que unos pocos ambientes por los que transita (por ejemplo, casi no se nos muestra su casa), y los pocos que se presentan suelen repetirse (como el sucucho de su hacker amigo o la oficina y el departamento de su tutor). De tomarse el tiempo necesario para retratar con más detalle la vida de Lisbeth, Oplev seguramente habría tenido en sus manos una película distinta, menos arraigada en su antecedente literario y más cinematográfica. A pesar de todo, las desventuras de Lisbeth son los únicos estallidos de la película y que rompen ocasionalmente con la monotonía general de la trama. Sin Lisbeth, con su pasado misterioso, su oscuridad y sus arranques punk a cuestas, Los hombres… no nos mantendría en la butaca ni cuarenta minutos.

No es para despreciar que Oplev logre sostener el interés durante las dos horas y media de metraje, pero hay mucho de artilugio, de mecanismo de relojería, que hace que Los hombres… nunca despegue de la mera prolijidad narrativa. Es destacable que una película de una duración como la de Los hombres… entretenga y mantenga un buen ritmo la mayor parte del tiempo (aunque, por otra parte, es lo mínimo que se le puede pedir a una película de investigación), pero el automatismo y falta de riesgo que trasluce Oplev terminan por configurar un producto gris, mediocre, al que solamente le cabe, como elogio máximo, una vieja y remanida afirmación crítica (ya utilizada al comienzo de este texto) que suele aparecer cuando no hay mucho para rescatar de una película: efectivamente, puede decirse de Los hombres… que “funciona”.