Los Fabelman

Crítica de Rodrigo Seijas - Funcinema

TODO SUCEDE POR UNA RAZÓN

Siempre hubo algo realmente mágico en el cine de Steven Spielberg, a partir de cómo ha sabido hilvanar historias que, desde sus particularidades, consiguen interpelar las experiencias propias de los espectadores. Eso puede decirse no solo desde su filmografía como director (E.T. – el extraterrestre, Encuentros cercanos del tercer tipo, Atrápame si puedes, por mencionar algunos ejemplos), sino también como productor: ahí tenemos a Volver al futuro, Los Goonies o hasta Poltergeist para dejarnos en claro que muchas infancias cinematográficas cimentadas durante los ochenta tienen que agradecerle un montón al gran Steven. Los Fabelman, que es una especie de testamento cinéfilo y fílmico, es la culminación de este poder innegable por parte del que posiblemente sea el realizador más importante de los últimos cincuenta años.

Más aún si tenemos en cuenta que Los Fabelman podría haber sido un ejercicio plenamente ombliguista, que en parte lo es a partir de su indudable autorreferencialidad: lo que hace Spielberg es contarnos una serie de eventos que marcaron su infancia y adolescencia, afianzando (o debilitando) sus lazos familiares y su relación con el cine. Hay, es cierto, una reconversión a partir del protagónico de Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle), quien desde muy chico encuentra en el cine un vehículo para canalizar sus vivencias, primero en Arizona y luego en California, mientras va mutando las formas en las que mira a su padre, Burt (Paul Dano), y Mitzi, su madre (Michelle Williams). Pero esa ficción es, tras su serie de viñetas, una vía para ajustar cuentas con sus etapas de crecimiento, su rol como artista y, especialmente, su vínculo con su padre.

Es que, vale la pena recordarlo, casi toda la obra de Spielberg está atravesada por la noción de la ausencia paterna: padres defectuosos o directamente ausentes, hijos huérfanos o sin referentes claros, incluso instituciones que no cumplen sus roles y que evocan en cierta forma a ese padre que no estuvo de la forma que el niño Steven quería o necesitaba. Pero en Los Fabelman esa figura resurge para que Spielberg nos diga (y se diga a sí mismo) que quizás fue todo más complejo y, a la vez simple: que ese padre tenía metas y obsesiones que no siempre comulgaban con las necesidades de su familia, que no supo comprender del todo a su hijo, pero que también tuvo que lidiar con contingencias inesperadas y desagradables, y que hizo lo que pudo, dadas las circunstancias. Y que esa serie de cortocircuitos afectivos, esas grietas personales y grupales que se dieron en el núcleo afectivo familiar, permitieron que se potenciara el lado artístico de Sam/Steven, hasta hacer estallar por los aires todos los límites entre lo ficcional y lo personal.

Hay una secuencia donde Mitzi deja a su marido en casa y sale en auto con algunos de sus hijos (incluido Sam) a perseguir un tornado que ven a la distancia. De repente, debe frenar en una esquina para evitar chocar con unos carritos de supermercado que pasan empujados por el viento. Frente a eso, Mitzi se repite a sí misma, en un murmullo, una y otra vez, que «todo pasa por una razón». Esos carritos, que nos recuerdan al tren en llamas que aparecía súbitamente en Guerra de los mundos, parecen decirnos efectivamente eso mismo que dice Mitzi: que hay imágenes que han perseguido a Steven durante toda su vida y que se vio obligado a convertirlas en cine. Y que ese acto creativo, tan inseparable de su propia individualidad, también tiene consecuencias en los demás: como pocos, Spielberg expone la diversidad de respuestas posibles por parte del público, porque en ese diálogo no hay respuestas predeterminadas, del mismo modo que el proceso por el cual se hilvana una narración o se construye un plano no es automático.

Si lo que cuenta en Los Fabelman tiene sus dosis de complejidad, no solo por constituir una serie de viñetas infanto-juveniles, sino también por su vocación de dialogar con su propio cine y las implicancias casi melodramáticas de los conflictos -hay una secuencia donde Sam descubre un secreto familiar que es una piña al estómago y que es casi una cirugía a corazón abierto del propio Steven-, Spielberg deja en claro que John Ford es su máximo referente, y lo hace no solo con palabras, sino también con hechos. Es que, aún cuando todo estaba servido para un drama existencial y manipulador al estilo Iñárritu, el film siempre se permite volcarse al humor, incluso en sus vetas más absurdas y juguetonas: hay, por caso, toda una subtrama dedicada al romance entre Sam y una compañera de colegio que afirma estar “enamorada de Jesús” que es tan dulce como desopilante, y con una vocación rupturista que ni el más ateo se atrevería a soñar. Al fin y al cabo, Spielberg parece decirnos que su infancia tuvo sus dificultades, pero que lejos estuvo de ser una tragedia, y que muy posiblemente eso también aplica a cualquiera que esté mirando la película.

Pero, además, por si alguno podía hacerse el distraído, Spielberg nos recuerda que, cuando está enfocado como corresponde, puede ser un magnífico director de actores y un gran descubridor de talentos jóvenes. Ahí tenemos a un Dano notable -e injustamente fuera de la carrera por el Oscar-, en la mejor actuación de su carrera, con varios momentos donde dice todo con la mirada y nos rompe el corazón. O a un LaBelle -tampoco nominado, otra injusticia más- que es una revelación absoluta a partir de su apabullante expresividad. Y también a una gran cantidad de intérpretes niños y adolescentes que aparecen siempre en escena con una espontaneidad llamativa y estimulante: no hay impostación o sobreactuación, sino una impresión de realidad constante. Y todo esto pasa mientras Spielberg vuelve a mostrar que nadie pone la cámara al ras del piso como él y que puede hacer de esa serie de eventos que presenta una reflexión perfecta sobre la trascendencia que puede tener el cine en nuestras vidas, siempre con una alternancia entre pausa y velocidad que nadie más posee.

Muy posiblemente, Los Fabelman termine relegada a la hora de la entrega de los Premios de la Academia, a la que últimamente le cuesta una enormidad reconocer a los realizadores norteamericanos y sus creaciones. Pero no importa, porque Spielberg logró otro hito más que reafirma la universalidad de su cine: armar una historia sobre sí mismo donde cualquier pulsión ególatra queda de lado, porque aún sabiendo su lugar en la historia del cine, él se pone por detrás de otras leyendas. Por eso también la última secuencia, donde Steven (a través del personaje de Sam) se pone a los pies de Ford, enseñándonos que siempre se puede aprender -o enseñar- algo nuevo, con un plano final que es una lección perfecta de cine. Spielberg, que también es Steven, y Sam, y un poco su padre (ficticio y real), y un poco su madre (ficticia y real), se muestra ante nosotros para decirnos que también nuestras propias historias son dignas del cine y que están las cámaras para convertirlas en ficciones. Si el Chef Gusteau de Ratatouille nos decía que “todo el mundo puede cocinar”, el maestro (en todo sentido) que es Spielberg también asevera que “todo el mundo puede filmar”. Que una bestia del cine como él pueda sostener eso y nos invite a ir al cine en estos tiempos complejos es un rayo de esperanza realmente conmovedor. No te vayas nunca, niño judío bueno.