Los Fabelman

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

Los rasgos autobiográficos del cine de Steven Spielberg son innegables. Como cinéfilo, uno observa su grandiosa obra y no puede evitar maravillarse. El ganador de tres estatuillas de la Academia nos ha hecho emocionar en decenas de ocasiones; su cine posee la virtud de describir la condición humana con eximia emoción. “Tiburón” (1975), “E.T.” (1982), “La Lista de Schindler” (1993) y “Jurassic Park” (1994) son algunas de sus gemas maestras. El Rey Midas de Hollywood sabe cómo capturar nuestra atención desde la más tierna infancia. Alrededor de la hoguera nos sentamos, el rito se renueva inalterable. ¿Guarda un as bajo la manga, a sus setenta y seis años de edad? El abuelo Steven nos cuenta anécdotas que nos cautivan de inmediato, y a tales fines arriba a las salas locales “The Fabelman”.

En tiempos de films autorreferenciales dirigidos por notorios pesos pesados de la industria (“Belfast” de Kenneth Branagh, “Bardo” de Alejandro G. Iñarritu), es hora de ponernos introspectivos. Basado libremente en experiencias de su adolescencia, nos preguntamos cuánto ‘fact’ y cuánto ‘fiction’ habrá detrás de la principal candidata en tiempos de entrega de galardones. “The Fabelman” viene al mundo con un Premio Oscar bajo el brazo. Luego del suceso obtenido por la insípida remake del musical “Amor sin Barreras” (2022), nos llega este drama familiar mixturado con un evidente coming of age anexado al universo del cine, a través del cual Spielberg realiza su película más personal a la fecha. Protagonizada por Michelle Williams, Paul Dano, Seth Rogen y Judd Hirsch, “The Fabelman” refleja el brillo de una ilustre filmografía. La presente es una oda al artificio que nos maravilla, una carta de amor al cine y al arte de hacer películas, proyectado desde los ojos de un muchacho que se fascina con la magia de las imágenes en movimiento.

El apellido es F-A-B-E-L-M-A-N, pero el guiño idiomático de la pronunciación podría colocarnos delante la palabra mágica: ‘fable’ / ‘fábula’. Es lo que estamos a punto de ver; un pretexto, para contar algo más: recuerdos idealizados desde la mirada romántica que descubre el amor al cine del modo más genuino. En el seno de una familia judía de principios de los años ’50, crece un pequeño que intenta emular secuencias que ve en la gran pantalla. Antes de ingresar a la sala, por vez primera, su padre lo maravilla contándole acerca de ese invento que es sagrada ilusión a veinticuatro fotogramas por segundo. Luego, el amor a primera vista, que surge como tal sin proponérselo. El primer truco que despierta la fascinación es ese tren, omnipresente elemento en la historia del cine, yo quiero verlo y jugar. Acto seguido, aparece la anhelada cámara, regalo de cumpleaños. Pedimos tres deseos, ya agotamos el primero y vienen en continuado cintas en super 8 y la devoción por el género western. Y una película que será piedra angular: “The Man Who Shot Liberty Balance (1956); prestemos especial atención a este homenaje. Habrá más, a raudales. Esa revelación que nos marca a fuego…

La historia que se nos cuenta es la de Sammy (o Sam, como él prefiere ser llamado), un joven que crece bajo estrictos mandatos; acaso tironeado entre las expectativas que sobre él posa su padre (un hombre de ciencia para quien el cine es solo un pasatiempo) y su madre (una pianista frustrada que no cesa en incentivarlo). La culpa es una emoción desperdiciada, le dice ella, y la sentencia es una bocanada de aire fresco. Entre tertulias familiares y abundante comida, las costumbres judías se instalan en este adolescente, deslumbrado por un primer amor adolescente que será, más explícito imposible, una aparición divina. La mano maestra de Spielberg sabe cómo llenar de detalles cada frame. La recreación de época nos lleva de comienzos de los ’50 a mediados de los ’60, a medida que el drama familiar se desarrolla mediante una dirección sumamente imaginativa. Alquimia de luz, cámara y acción.

La música diegética y extradiegética se confunde en las manos al piano de Mrs. Williams haciendo maravillas. Delicadeza total, un manual para nóveles directores. También Williams ofrenda con su cuerpo, se contornea, baila alrededor del fuego y le dedica el número de performer encubierta a su marido y a sus hijos. O, quizás, a su amante en secreto. El mejor amigo de él. Quien descubra la cruda verdad será el aspirante a director (Gabriel LaBelle, en un rol revelación), porque todos ocupamos en esta vida el lugar que nos quepa. Mostrar lo que no es, ocultar lo que es, he aquí el dilema. Dos historias se retroalimentan en perfecta sinergia. La convivencia familiar continuará, imperturbable, hasta que ella quiera, porque, como bien aconseja, y en carácter sumamente disruptivo para los conservadores años que corrían, seguir al corazón es menester, o acabaremos por no reconocernos. Un atentado contra la institución familiar, pero la señora Fabelman había callado por años su auténtico deseo. A fin de cuentas, la postergación y el progreso siempre acaban por encontrarse en un cruce de caminos inevitable. El hijo calla, aunque duela profundo.

El camino no estará desprovisto de escollos, inclusive de sufrir, en carne propia, el recalcitrante antisemitismo. Hacerse mayor en la vida, comprobará, también implica riesgos y responsabilidades. La sólida narrativa de un experto en géneros tan diversos destaca a lo largo y ancho de un film que no hace más que empatizar con sus personajes. Pero nada le impedirá soñar. Dispuesto a disputar el leading rol en tan desigual afrenta, y aceptando a sus padres tal y cómo son. El tío loco que hay en cada familia aconseja, casi siempre de madrugada. Mandato primero: romper arte y familia en un gesto intempestivo, será la carta de triunfo de mañana. Cuando el arte llama, cuando el arte ataca, no existe alternativa. El arte y su corona en el cielo, los laureles van en tierra. No todos poseen la piel curtida, pero unos pocos elegidos alcanzarán la tierra prometida.

Y allí marcha la familia itinerante, de una ciudad a otra, el crecimiento profesional manda. Sam es los ojos testigos, registrando cada acontecimiento que lo rodea. En su jardín improvisa un set de rodaje, hoy toca filmar una de guerra. Spielberg captura una oda a la artesanal y amateur tarea de filmar. Desde el anonimato total, solo por amor al cine y con la indetenible pulsión de hacer rodar esos rollos en la pantalla grande. Para ello se atravesó noches enteras sin dormir, buscando con ahínco la toma perfecta. Retrocediendo, acelerando, agujereando. Vamos de nuevo otra vez, se ve falso. Spielberg, monumental, nos coloca dentro de una máquina del tiempo, todos alguna vez nos sentimos extraños en la gran ciudad; los negocios mandan. Por momentos, parecemos asistir a una grandiosa road movie, un registro va dentro de otro, de la costa este a la costa oeste, sin escalas. La fotografía se vuelve cada vez más granulada. El tratamiento de planos y encuadres nos depara sorpresas que todo cinéfilo de pura cepa sabrá apreciar hasta la emoción. El maestro de orquestas hace puro ilusionismo, enseñándonos el truco de antemano. Ahora miremos la toma entera.

Con música del histórico John Williams. la gloriosa escena final paga la sola entrada. La magnífica aparición en el relato de uno de los directores más grandes de todos los tiempos nos hace refregar los ojos. ¿Realidad o mito? Una leyenda viva de aquel entonces (no haré spoiler), interpretada por otra leyenda viva del presente (reservemos la sorpresa para los créditos finales). Un director siempre está en control, o, al menos debería. La figura de ‘auteur’ demiurgo, que sabe de memoria el destino de sus personajes, convertirá a sus villanos en héroes, porque eso es un director, aunque no sepa porqué lo hace. O esté de más explicarlo. La creatividad, simplemente, brota de su intelecto en noches de insomnio, observando sombras proyectándose. Eso es el cine, ni más ni menos. Steven dicta a Sam al oído, porque sueña con filmar a lo grande, en estudios, y este aprende la ley primera, en un encuentro fortuito. La suerte que selló el devenir. Todo es una cuestión de mero enfoque, porque el horizonte en el medio aburre y lo último que queremos es ser previsibles. Sam se dispone a filmar el espectáculo más grande del mundo, y no hay nadie que pueda interponérsele. ¿O es que el más genial cineasta vivo se está escribiendo a sí mismo?