Los exiliados románticos

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Al encierro, el cansancio, la abulia y el blanco y negro de Los ilusos, Los exiliados románticos le opone el movimiento del viaje, el aire libre y unos colores brillantes que expresan magistralmente la vitalidad de la historia. Tres amigos parten hacia Francia en una camioneta. Los distintos destinos y motivos detrás de la empresa se van conociendo sobre la marcha; todos involucran el reencuentro con una mujer. Como en los relatos de viaje (que no son necesariamente lo mismo que la road movie), los personajes van conociendo gente nueva y, al mismo tiempo, conociéndose a ellos mismos. Trueba planifica sus escenas casi siempre en torno a unos diálogos fracturados en dos o más lenguas: los protagonistas hablan, se entienden y discuten en español, francés e italiano y hasta un poco en alemán. Ese concierto de acentos y sonoridades es el terreno en el que despliegan sus escaramuzas amorosas el trío protagónico: decirle al otro que se lo ama, o que no se sabe bien lo que se quiere, incluso alertarlo sobre lo complicado de la propia personalidad; las diferencias idiomáticas y lo dificultoso de la traducción pone en escena mejor que ningún otro recurso los conflictos entre las tres parejas. Se trata, en el fondo, de un asunto de distancias: de las que comportan las palabras, claro, pero también de las que se abren entre las ciudades de España y de Francia, y del abismo entre las situaciones personales de cada uno. Pero Los exiliados románticos no es una película sobre el desamor o el sufrimiento, por eso el director zanja más o menos rápido esos desfases para que los amantes puedan reunirse y estar juntos (salvo por un caso, en el que Trueba filma el fracaso en un riguroso y elegante estilo rohmeriano). “Creo que no termino la tesis para no tener que empezar a tomar decisiones”, le dice uno de los personajes a su compañera, como para demostrar que todos están perfectamente informados de sus propias manías y, de paso, derribar cualquier posible realismo psicológico. Como en todas las grandes películas, lo que se ensaya acá es una suerte de estética de la felicidad: además de la ligereza con la que se degustan cada uno de los reencuentros, el director alterna la búsqueda de los varones con las apariciones de la cantante Mirren Iza y sus letras huidizas, su voz siempre a punto de quebrarse y los rasgueos suaves de su guitarra. La frágil y evanescente de Tulsa parece gustarle tanto a Trueba que al final, sin ninguna justificación narrativa, hace que los personajes canten todos juntos una canción más, casi como Almodóvar en Átame. Nada resulta tan grave como para renunciar a la alegría, incluso el rechazo amoroso puede significar paz y desahogo. Excepto por unos breves estallidos del final, Trueba abandona la pose autoconsciente de Los ilusos y se lanza de lleno a las rutas europeas a para hablar del amor, la comida y los paseos.