Los amantes pasajeros

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Pasteles

Almodóvar viaja, vuela hacia alguna parte pero ciertamente no vuelve a los 80, porque semejante retorno pediría otra cosa de la historia y de los actores, de la cámara y el relato: por ejemplo, que los personajes se droguen con jeringas, aspirando cocaína o fumando un porro y no tomando mescalina rebajada con agua de Valencia. Como tantas otras cosas, el acto de drogarse es pulcro y limpio, sin imágenes incómodas (como la muerte del comienzo de Entre tinieblas) ni esfuerzo por parte de los personajes (de hecho, varios de los pasajeros serán intoxicados sin saberlo) pero, más que nada, sin consecuencias: nada cambia después de haber servido la mescalina diluida, no hay efectos alucinógenos o muestras exageradas de placer, nada. En el avión de Los amantes pasajeros nada es demasiado intenso; las angustias amorosas o el peligro de ser asesinado se viven de manera bastante tranquila, sin preocupaciones. A pesar de transcurrir en el aire, la tensión dramática de la historia se ubica muy cerca del suelo, y un torpe intento de expansión narrativa por fuera del avión no suma absolutamente nada al conjunto de los viajantes. Pero así como la película no genera la amenaza propia de las películas de catástrofe en el interior de la clase business ni consigue saltar a tierra firme con éxito, tampoco el relato alcanza a desarrollar en forma más o menos pareja a los personajes: algunos tendrán más pinceladas que otros, y más de uno será aprovechado recién cerca del final menos por una búsqueda de suspenso que por un desajuste del guión que no sabe administrar bien los protagonismos.

Por otra parte, si las amantes apasionadas de uno de los pasajeros merecieron varios minutos de película por fuera del avión, uno cree que mucho más tiempo debió habérsele dedicado Norma Boss, la dominatrix madura y poderosa interpretada por Cecilia Roth que tenía todo lo necesario para convertirse en el vínculo perfecto con las películas de los ochenta del director. Pero Almodóvar, curiosamente y en un gesto de pereza notable, prefiere dejarla hablando en plano durante bastante tiempo cuando podría haberle ofrecido una o dos escenas sórdidas y explosivas, con cuero, látigos, velas y quién sabe cuántos aditamentos más. Es en ese momento en el que se percibe con claridad que el director, contra lo que dijeron los críticos, no está interesado en revisitar los años locos de la Movida y el destape sino en hacer una película cómoda, segura, sin costos. Sin costos: la escena de sexo (en la que Bruna –Lola Dueñas– una mujer madura y vidente, pierde la virginidad) no exhibe ningún desnudo, no muestra la carne de ninguno de los amantes, cuando en otras películas como Kika Almodóvar se cansaba de filmar a sus actores cogiendo sin nada de ropa. Sin costos y sin nada que pueda ensuciar un poco la imagen: la sangre de Bruna no llega a mostrarse, aunque el director supo ser un aficionado a retratar los fluidos del cuerpo y del sexo (recordar las gotitas de semen que en la cara recibía sin quererlo –pero también sin disgustarse– Victoria Abril en Kika). Por otra parte, el sexo se dosifica: habrá por lo menos dos parejas más que son elididas del relato cuando se acuestan. La consigna parece ser mantener el espacio del cuadro lo más ordenado y prolijo posible, bien limpito y ascéptico, como si en vez de transcurrir en una primera clase aérea, la película misma fuese un dispositivo calibrado a imagen y semejanza de ese espacio.

Los tres protagonistas masculinos se cargan relativamente con éxito al hombro la película como lo harían las mujeres almodovarianas pero evidentemente les falta mucho de aquellas: locura, exceso, incorrección; los azafatos, aunque ocurrentes y muy locas, dirigen la película hacia una zona de confort en la que nadie podrá sentirse ofendido o molesto, y dentro de la que tampoco hay mucho lugar para las carcajadas, porque (con la excepción de un par de escenas en la cabina) también en términos de comedia el relato es tímido y no se esfuerza demasiado. La típica fotografía almodovariana, chillona y chocante para las comedias y apagada y ensombrecida para los thrillers y los dramas, aquí se torna decididamente pastel, agradable a la vista; los colores no quieren hacer trabajar demasiado al ojo sino, al contrario, invitarlo a reposar en medio de tanto celeste claro. Cuando el viaje llega a su fin, varios conflictos se revelan falsos, es decir que la tensión (romántica, de suspenso) vivida en el vuelo ni siquiera representó un peligro real. Antes del aterrizaje forzoso e incierto, el director realiza unas tomas del aeropuerto vacío mientras se escuchan los ruidos del impacto y gritos, pero cualquiera que haya estado viendo su película sabe que nada malo puede ocurrir, que cuando el plano vuelva a encuadrar a los protagonistas todos estarán sanos y salvos y seguirán siendo tan grises y amables (tan pasteles) como lo fueron durante una hora y media de función.