Looper: asesinos del futuro

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Camino a la perdición. Looper: asesinos del futuro no es una película sobre viajes en el tiempo, sino sobre un asesino a sueldo (que son dos, en realidad) frío y desalmado, que se enamora y quiere redimirse. La aclaración es necesaria, y por eso la película misma lo plantea abiertamente durante un encuentro entre los dos Joe, uno del presente y otro del futuro. El viejo se rehúsa a explicarle el complejo mecanismo temporal aduciendo que podrían estar sentados y hablando de eso todo el día. Joe, el joven, interpretado por Joseph Gordon-Levitt, escucha y entiende, aunque todavía no comprenda todo. De todas formas, nadie mejor que él para hacerlo: Gordon-Levitt ya había salido en El origen, esa película intencionalmente difícil y enrevesada sin necesidad que se pasaba casi todo su metraje tratando de enseñarle al público el funcionamiento de su propio dispositivo narrativo. La de Nolan era, al revés de Looper, una película sobre un tema (la inmersión en los sueños) y no sobre personajes. En esa elección se resume buena parte de la inteligencia cinematográfica del director Rian Johnson: hacer que la cuestión temporal sea un elemento dinamizador, que ponga en movimiento la trama sin llegar a constituir nunca el centro del relato; no engolosinarse con su invento del tiempo y volver siempre al drama de los protagonistas.

El porte noir de Joe, compuesto un poco de gesto rebelde y otro poco de pose, le imprime al futuro cercano en el que transcurre la historia el aire de las narraciones fuertes del cine clásico. A Joseph Gordon-Levitt medio que lo disfrazan, le ponen unas cejas y una nariz que vienen a darle un corte de cara más recio y menos delicado: el experimento, hay que decirlo, funciona bastante bien porque el actor está seguro en su papel. Hay una geografía reconocible que habita en el vestuario algo cuarentoso que el personaje gasta a la manera de una fanática resistencia vintage, y que también signa el submundo del crimen organizado con sus jefes sanguinarios y benévolos, o sus clubs con drogas, mujeres fatales y perdición. Pero no se trata de una copia nostálgica de la iconografía del cine negro, sino de señalar la persistencia de un modo de contar que se manifiesta de muchas formas, por ejemplo, en el hecho de negarse a entronizar el diálogo por sobre la acción. Diálogo, justamente, es lo que menos tiene a su cargo Sara, la madre soltera ruda, hosca y falta de cariño a la que le pone el cuerpo Emily Blunt. Su personaje, que vive en el campo en una casa lejos de la ciudad (que les queda demasiado grande a ella y a su pequeño hijo), es puro músculo aplicado al trabajo físico, ya sea partir un tronco indestructible que obstaculiza su jardín tanto como el resto de las tareas hogareñas, entre las que se incluye la defensa armada de la casa. Esa mujer, crispada, de palabras torpes y escasas, en permanente estado de alerta, es una criatura más del mundo de Looper: Sara se mezcla con los hombres en una trama que no contempla las debilidades y que, por eso mismo, no deja lugar para la femineidad que no provenga, ya curtida por las inclemencias y la dureza de la vida, del lejano universo del clasicismo.

Cuando hacen su entrada Sara, su hijo Cid y la granja, también aparece el campo y la ciudad se siente cada vez más distante, aunque no se trate de un campo bucólico sino, claro, de uno en sintonía con la apuesta de Johnson que cruza film noir con distopía futurista (¿futurista?). Conforme avanza la historia, la red de viajes y saltos temporales se enreda cada vez más sobre sí misma pero sin que eso afecte la fluidez del relato. Al contrario, a la par de esos viajes, los personajes, todos, ganan en relieve, suman intensidad dramática sin aumentar demasiado sus matices (porque se trata de tipos duros, básicos, que ejecutan ciegamente unas pocas ideas). Hasta un villano frustrado y secundario se beneficia del avance de la narración, incluso él consigue un espacio propio en la historia y oportunidades de protagonismo para desplegar su bellaquería. Pero no es el único, y en esto el guión también se muestra cohesivo, enhebrando todas las historias con un hilo común, manteniendo. Todos, tanto los diferentes Joe como Sara, son culpables antes de empezar la película o bien se condenan a sí mismos frente a nosotros: traicionan a sus mejores amigos, abandonan a sus hijos o hasta llegan a asesinar premeditadamente a un niño. Ese, a su vez, es otro de los méritos de la película, el acercarnos a unos personajes terribles, ponernos en sus zapatos cuando uno querría estar en los de alguien más noble, más moral. Pero es que, al menos hasta el final, no hay personajes nobles en Looper. En ese final se cierran no solo los conflictos, también se borran las distintas líneas temporales de un plumazo, o mejor, de un escopetazo. Así de fácil y de rápido es que Johnson puede dar por finalizado su complicado aparataje narrativo; esa economía y simpleza es otra muestra más de la justeza de la película. Incluso la historia del jovencísimo Cid y de la amenaza que representa, que parece cumplir la única función de darle a los personajes una causa, un horizonte más valioso y más importante que ellos, no interrumpe la precisión del final.