Línea Mortal: Al Límite

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Mapeando el cerebro

Y nuevamente estamos ante una remake que no está a la altura de la original ni aporta una mínima idea novedosa a lo ya hecho en un pasado no tan lejano. Línea Mortal (Flatliners, 1990) fue una propuesta amena que por un lado ayudó a definir la versión posmoderna del formato intra terror centrado en “infiernos individuales para cada personaje”, y por el otro apuntaló el preciosismo visual del mejor período de la carrera de Joel Schumacher, ese que terminó con Batman & Robin (1997) e incluyó títulos como Que no se Entere Mamá (The Lost Boys, 1987), Un Día de Furia (Falling Down, 1993), El Cliente (The Client, 1994) y Tiempo de Matar (A Time to Kill, 1996). A posteriori el norteamericano dirigió algún que otro convite interesante, como por ejemplo 8 Milímetros (8MM, 1999) y Enlace Mortal (Phone Booth, 2002), sin embargo nunca más consiguió repetir los éxitos de aquella etapa.

Mientras que la fuerza narrativa de la película de antaño estaba nucleada en el carisma del elenco (con Kiefer Sutherland, Kevin Bacon y Julia Roberts a la cabeza) y el barroquismo de una bella fotografía basada en tonos saturados y el pulso lisérgico de la “era MTV” (se puede pensar cualquier cosa de la obra de Schumacher en sí, no obstante hay que reconocer que sus obsesiones de la época siempre arrojaban resultados positivos), en cambio en esta reinterpretación todo pasa por una puesta en escena aséptica -plagada de blancos y grises metalizados- que hasta parecen sincerarse en lo que atañe al patrón despersonalizado que domina hoy por hoy en el cine mainstream. La historia vuelve a centrarse en un grupo de estudiantes de medicina que comienzan a jugar con las experiencias cercanas a la muerte para conocer los enigmas del “más allá”, lo que deriva en pesadillas y alucinaciones varias.

La dialéctica del “mátenme y resucítenme enseguida para poder contarles lo que vi”, con una primera tanda de efectos benignos y una segunda serie de coletazos espantosos vinculados a los secretitos sucios de cada uno, ahora se va desvaneciendo en pos de volcar el andamiaje retórico hacia un combo que reúne el sustrato fantasmagórico del J-Horror de la década previa, un marco onírico que por momentos se parece al de la saga del amigo Freddy Krueger y hasta aquel acecho de los slashers sobrenaturales símil Destino Final (Final Destination, 2000) y semejantes. A pesar de que la propuesta original también ofrecía un background estereotipado para cada protagonista, por lo menos lo compensaba con buenas secuencias afterlife y un desarrollo más que correcto de personajes, dos componentes que en esta oportunidad no logran despertar entusiasmo ni verdadero brío.

Quizás lo más doloroso del film sea la presencia del realizador Niels Arden Oplev, un danés que venía de entregar las prodigiosas Los Hombres que no Amaban a las Mujeres (Män som Hatar Kvinnor, 2009) y Marcado por la Muerte (Dead Man Down, 2013), ahora administrando el ritmo narrativo más o menos con convicción aunque demostrando una triste incapacidad al momento de elevar por sobre la medianía más lánguida y redundante a un proyecto que tendría que haber superado al opus de 1990. El elenco en general tampoco ayuda demasiado porque sólo podemos rescatar la labor de Ellen Page (en el papel de la adalid de estos intentos por mapear las zonas cerebrales que “se activan” luego del deceso) y el propio Sutherland (en un rol menor cercano a un cameo que lamentablemente no tiene nada que ver con aquel Nelson Wright del trabajo de Schumacher), ya que el resto del cast es bastante de madera y no pasan del surtido de modelitos que tanto les gustan a los productores bobalicones de nuestros días, esos que siguen bajando la edad de los actores protagónicos con la patética idea de que así atraerán a los púberes vagos que no vieron la película original… sin considerar que de acá a unas horas casi nadie recordará esta remake.