Líbano

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Horror en la mira de un tanque

El film de Samuel Maoz, veterano de guerra de Israel, reconstruye su propia historia en el frente del Líbano, en 1982. Todo transcurre el primer día del conflicto. Y los sonidos que transmite la película reemplazan la necesidad de las palabras.

¿Qué clase de experiencia es la guerra? Desde distintas perspectivas y con abordajes diversos, cineastas como John Ford, Sam Fuller, Francis Coppola, Stanley Kubrick, Steven Spielberg y Clint Eastwood intentaron responder esa pregunta. Más recientemente lo hizo también el israelí Ari Folman en Vals con Bashir, vista en el Bafici y editada en DVD el año pasado. Es ahora su compatriota Samuel Maoz –veterano de guerra, como varios de los nombrados– quien, como modo de reformularse aquella pregunta, reconstruye su propia experiencia en el frente del Líbano, en 1982. Allí donde John Ford hallaba amargura (en Fuimos los sacrificados, 1945), Coppola el fondo mismo del horror (en Apocalypse Now!) y Clint Eastwood se ponía en lugar del enemigo (en Cartas desde Iwo Jima), Maoz apunta a recrear –como Kubrick en largos tramos de Nacido para matar, como Spielberg en la secuencia inicial de Rescatando al soldado Ryan– lo que podría llamarse “sensorialidad de la guerra”. Una sensorialidad hecha de miedo, suciedad, tormento y muerte.

Como lo recuerda la entrevista de aquí al lado, Líbano es una de esas películas que en términos de puesta en escena juegan una carta fuerte. Como si en ella resonara, distorsionado, aquel “Nunca salgan del barco” que el capitán Willard repetía a sus hombres en Apocalypse Now!, Maoz decidió no salir nunca del tanque israelí que una madrugada de 1982 ingresa en Beirut. Con excepción del primero y el último plano, la película íntegra transcurre dentro del vehículo. A la luz de las posteriores Enterrado y 127 horas, donde un único personaje queda atrapado y sin escape durante todo el metraje, es posible que el interior de ese tanque de guerra, con sus cuatro ocupantes y eventuales visitantes, parezca hasta amplio y superpoblado. A los soldados (el comandante Assi, el piloto Yigal, el artillero Shmulik y el fogonero Hertzel) se les suma, cada tanto, la presencia de un oficial que viene a dar instrucciones. En algún momento bajarán a través de la escotilla el cadáver de un compañero, que no hay dónde poner, además de un prisionero sirio y un falangista libanés, que viene a anunciarle a aquél las torturas a las que piensa someterlo.

Narrar toda la película desde el interior del tanque es, en verdad, producto de una idea más de fondo: la de que un soldado está necesariamente despojado de una perspectiva de conjunto, de la que sólo los altos mandos pueden gozar. Carente del plan general de la guerra, el soldado ve sólo hasta donde llega su ojo, sabe sólo lo que los superiores quieren que sepa. Esa idea, que animaba las películas de Fuller y también los fragmentos bélicos de Tierra y libertad, de Ken Loach, da aquí por resultado que ni los protagonistas ni el espectador sepan de la guerra más de lo que dejan ver la mira del cañón o las instrucciones del oficial a cargo. Hasta podría suponerse que si se ve algo de lo que pasa afuera es porque el protagonista es Shmulik, que por su condición de artillero goza del incómodo privilegio de una vista a la calle. Y Shmulik es el protagonista porque Shmulik es Samuel Maoz.

El exterior ingresa al tanque amplificado por la lente del cañón, circunstancialmente partida por un disparo enemigo. A través de ella, el afuera luce desproporcionadamente cercano, consecuencia de la amplificación, pero enmudecido por el encierro. Paradoja que acentúa la condición pesadillesca de lo que se ve: civiles asesinados, una familia secuestrada por milicianos, una casa en la que un obús abrió una “ventana”, una mujer en llamas, un burro con una pata estallada, como escapado de Las Hurdes. En la entrevista, Maoz hace hincapié en el carácter olfativo de sus recuerdos de guerra, y la suciedad, el aceite que chorrea en el interior del tanque y el orín de los soldados le dan la razón. Pero es sobre todo el sonido el que da sensorialidad a la película. Sonido de los tiros rebotando contra la chapa, voces que llegan a través de la radio del tanque, ruido a chatarra del vehículo sacudiéndose, claqueteo de cada “panorámica” hecha a través de la mira del cañón, un plop como de descorche de champán, cada vez que el cañón se destapa para disparar. No es casual que el nombre en clave del pelotón sea “Rhino”: acorazado lento y mecánico, da la sensación de que Shmulik y los otros están metidos adentro de un rinoceronte herido.

En medio de esos estruendos, las peleas entre los soldados, el pánico de los “nuevos” (Shmulik se niega a disparar contra blancos civiles), el ataque de nervios del piloto cuando la batería del vehículo no responde, la incómoda vecindad con el enemigo herido, el ojo aterrado del artillero. No del todo libre de algún esteticismo, algún efectismo, algún golpe bajo incluso, Líbano hace pensar en una versión terrestre de las viejas películas de submarinos, con una mira a modo de periscopio. La protagonizan unos tipos tan embadurnados en suciedad y aceite como los de El salario del miedo, a los que algún operador sádico parece haber condenado a ver una versión meso-oriental de aquel apocalipsis ruso de Venga y vea, proyectada en sinfín en su mirilla-pantalla.