Leviathan

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El director Andrey Zvyagintsev incurre en una contradicción: intenta retratar un universo ficcional áspero y brutal de manera ampulosa y solemne. Sus intenciones se perciben en los planos iniciales cuando, después de unas calculadísimas imágenes del mar y la costa, la cámara realiza movimientos suaves pero notorios que vienen a llamar la atención sobre acciones poco significativas como la llegada de un auto. Más adelante, durante la lectura de un fallo judicial, el método de Zvyagintsev se revela del todo: una jueza recita apresuradamente el texto interminable del fallo mientras que la cámara se acerca cada vez más al estrado; ese gesto dura lo suficiente como para que a nadie se le escape la tesis de la película: la justicia provincial rusa no es otra cosa que una burocracia demasiado afecta a sus propios rituales y que debe justificar su existencia a través de una retórica compleja y abigarrada. El suave travelling hacia adelante, a esta altura un visible rasgo de estilo, se encarga de subrayar el significado de la escena, como si se le señalara al público que allí se está comunicando algo importante. La estrategia del director será la misma a lo largo de toda la película, aunque con algunos ajustes tácticos. A veces serán los diálogos los que deban remarcar un sentido, como cuando un funcionario charla (o negocia) con un jerarca de la iglesia ortodoxa acerca de las donaciones y el visto bueno divino: en muy pocas ocasiones el poder político y el religioso intercambiaron favores en cine de forma tan burda. Otras veces, la película filma insistentemente el enorme esqueleto de una ballena y lo convierte en una metáfora obvia sobre lo pasajero de la vida; a su vez, esa imagen entra en relación con el relato de Job que un cura le recuerda didácticamente al protagonista (y también a nosotros). Zvyagintsev en ningún momento se permite jugar con la potencial belleza del mundo que registra: todo, imágenes, diálogos y recursos fílmicos deben integrarse en un grueso comentario sobre el mundo adoptando los modos de una gran lección. La solemnidad y la pesadez no suelen buenos cimientos para edificar un comentario moral, menos todavía si los personajes se transforman en meras monedas de cambio en la economía ética que diseña la película.

Cuando el director no está ocupado en explicar el mundo, el relato y sus personajes logran imponerse y generar algo de interés: la existencia rústica y que llevan Kolya y su familia aparece retratada en sus pliegues menos visibles, y las arrugas del rostro curtido del padre, o la obediencia silenciosa que producen sus mandatos, acaban por generar un pequeño ecosistema de relaciones donde los vínculos parecen cambiantes y no siempre resultan nítidos: Kolya puede golpear fuertemente a su hijo en señal de castigo y volverse, solo unos segundos después, un compinche de lucha amistosa; un alto mando de la policía pasa de requerir constantes servicios en carácter de favor a revelarse como un compañero generoso de bebida y festejos; un amigo íntimo puede revelarse como el peor rival imaginable en apenas un par de escenas. Llega un momento en que el conflicto judicial con el funcionario corrupto (que trata de arrebatar ilegalmente la casa a los protagonistas) cede ante otro que venía desarrollándose en segundo plano: el drama de Lilya, la esposa que parece perdida en un mundo de hombres distantes y violentos, entre los que se cuenta su propio hijo adoptivo. Durante el picnic se la puede ver cansada de habitar ese universo masculino que doblega a las mujeres y las convierte en seres grises y apagados, o bien las modela a su semejanza (la amiga de Lilya, esposa de un policía, muestra más o menos la misma rudeza que los varones).

Pero son breves los instantes en los que la historia puede sobreponerse al peso de la línea discursiva de la película: la relativa frescura que aporta el momento del picnic dura poco, ya que los personajes toman para jugar al tiro al blanco cuadros de Breznev, Gorbachov y Lenin, y lo discursivo se instala de nuevo bajo la forma de un evidente desencanto. La tesis sobre una Rusia actual injusta y dividida, dominada de hecho por poderosos que desposeen a las clases bajas, aplasta cualquier posible brillo que la cámara pudiera llegar a obtener de la observación de sus personajes. Ellos y sus acciones se vuelven un mero soporte para un comentario aleccionador en clave solemne.