Las lindas

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

La película de Liebenthal asume la modalidad de un autorretrato, una especie de diario autorreflexivo cuya finalidad es ofrecer una historia personal. Para ello recurre al descentramiento, a un movimiento enunciativo cuya impersonal voz suple al cuerpo ausente. Lo que vemos son archivos personales, materiales que se inscriben dentro de un universo donde parece ya no haber cabida para los recuerdos mentales, en tanto y en cuanto se materializan en fotos, videos caseros y eventualmente en palabras. Hay una cuestión generacional presente en el modo en que la directora examina el funcionamiento de la memoria y para ello funde su cuerpo con la cámara, lo corre de los lugares del centro discursivo y lo transforma en una prótesis del aparato que registra. Continúa con este camino una recurrente aparición de formatos documentales en primera persona donde la voz confesional del sujeto es un intento de guía frente a la cantidad disponible de imágenes desordenadas que el montaje se encarga de seleccionar. Esta dialéctica entre subjetividad y tecnología es la apuesta más fuerte de Las lindas, apropiarse de los archivos privados para interrogarlos y al mismo tiempo convertir el procedimiento en el tema de la película: un cuerpo que se desdibuja y se afirma en imágenes del pasado, para volver a borrarse y así sucesivamente.

Lo anterior queda ya en evidencia en un desprolijo e intencional prólogo desde donde se desarma cualquier ilusión de identidad orgánica. Una de las chicas se mira al espejo y ya instala el problema: “Me da miedo parecer muy artificial” dice mientras se pinta los labios. Será una de “las lindas” del grupo de jóvenes que integran el círculo. Hablan como son y la cámara no solo es interlocutora sino la amiga que ha compartido gran parte de su vida con ellas. No hay voluntad por construir encuadres serenos ni virtuosos dado que todo se remite a que el espacio mismo de representación se desdibuje, como la identidad misma de la protagonista, un rompecabezas que se rearma constantemente. En esa aparente falta de planificación la espontaneidad reina y los diálogos se transforman en un confesionario de living, con silencios, olvidos, frases a medio terminar y cierta banalidad que jamás es disimulada. Si hay algo que tiene el filme es honestidad, pues nunca resigna ese lugar de enunciación donde se muestra sin tapujos un modo de pensar colectivo siempre al límite entre el disfrute y la irritación. Y cuando la extimidad se vuelve sospechosa como recurso y parece autocelebrarse, aflora la ironía en el análisis crítico de la propia vida y de la forma en que los demás miran a todos aquellos que no siguen un mandato social. Este contrapeso sarcástico (con momentos desparejos) corre al documental del ombliguismo al que se aventura un ejercicio de esta naturaleza, supeditado a la buena voluntad del espectador para compartir una experiencia particular.

La ligereza de la exposición ensayística sobre algunos conceptos se sostiene a base de fuentes no muy rigurosas y no deja de ser una estrategia más para evitar la solemnidad. Aún las reflexiones sobre el propio cuerpo y la identidad sexual se inscriben dentro de un marco descontracturado, donde hay lugar para el humor (es genial la secuencia sobre la urgencia de reír en las fotos, o la idea de verse como monstruos en la infancia). Recién al final, la imagen frente al espejo oficiará como el reverso del plano inicial de su amiga rubia. Allí queda establecida la distancia entre el objeto de observación (“ellas, las lindas”) y el observador (“yo, que me hago invisible y me siento diferente, pero las escucho, las acompaño”), un eje que la película transita, explora, analiza. Mientras tanto, la cámara/ojo es el hilo que las une.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant