Las estrellas de cine nunca mueren

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Postrimerías del amor

En la interesante Las Estrellas de Cine Nunca Mueren (Film Stars Don't Die in Liverpool, 2017) coinciden tres vertientes del cine contemporáneo, a saber: en primer lugar tenemos el viejo recurso narrativo del melodrama con destino trágico a lo Love Story (1970), ese que nos muestra el nacimiento y desarrollo de una relación para luego rematarla con una enfermedad funesta, en segunda instancia está el tópico de las parejas con una diferencia de edad más que significativa, temática que ha sido trabajada en muchas oportunidades desde Lolita (1962) y Harold & Maude (1971) hasta Perdidos en Tokio (Lost in Translation, 2003) y Venus (2006), y en tercer término se ubica el sustrato de las biopics, una mega obsesión del mainstream actual que en esta ocasión se mira a sí mismo desde un personaje y/ o perspectiva lateral en sintonía con Mi Semana con Marilyn (My Week with Marilyn, 2011), Hitchcock (2012), El Sueño de Walt Disney (Saving Mr. Banks, 2013) y Life (2015).

Ahora la estrella de turno del séptimo arte es la relativamente olvidada Gloria Grahame, una actriz norteamericana que tuvo un período de auge en su carrera durante la década del 50 interpretando a vampiresas del film noir, hasta ganando un Oscar por Cautivos del Mal (The Bad and the Beautiful, 1952), y cuya trayectoria se fue apagando debido a querer dar de baja el encasillamiento (eligió/ la eligieron para películas que poco tenían que ver con el policial negro que la hizo famosa), a alguna que otra pelea en el ambiente que la llevó a volver al teatro (su primer amor en materia profesional) y en especial al hecho de haberse enamorado de su hijastro, Anthony Ray, vástago de Nicholas Ray (Gloria y Anthony a posteriori se casaron en México en 1960 y tuvieron dos hijos, divorciándose en 1974). La obra adopta la óptica de su último amante, el actor veinteañero Peter Turner (Jamie Bell), para retratar los años finales de la vida de la mujer, ya actuando y viviendo en Inglaterra.

El correcto guión de Matt Greenhalgh, un especialista en biopics luego de haber escrito Control (2007) sobre Ian Curtis, Nowhere Boy (2009) acerca de John Lennon y The Look of Love (2013) sobre Paul Raymond, utiliza una estructura -innecesariamente compleja- de flashbacks y flashforwards continuos para pasearnos entre dos líneas temporales, la primera centrada en el encuentro de Turner y Grahame, allá en Londres en 1979, y la segunda en el agravamiento de la salud de Gloria, en 1981 en Liverpool, en función del regreso de un cáncer de mama que parecía haber entrado en remisión. Annette Bening es la encargada de componer a la protagonista y la verdad es que su desempeño es excelente considerando que la Grahame real era una persona retraída y muy delicada en su hablar y forma de ser, lo que obligó a una Bening casi siempre aguerrida/ avasallante a actuar en “pose afectada” a lo largo de todo el film, una experiencia insólita y extraordinaria que vale la pena presenciar.

Ahora bien, más allá del enorme trabajo de la actriz y de un Bell que también arremete con toda su destreza y oficio, la realización en sí no aporta demasiado a la temática principal, alarga algunas escenas más de lo debido y se vuelve algo repetitiva en su segmento final con la dialéctica de un Peter que no la quiere dejar ir y una Gloria que ve venir lo inevitable y curiosamente le pide mudarse a la casa de su familia, en esencia encabezada por su madre Bella (Julie Walters), lo que dispara paulatinamente una serie de conflictos entre los distintos integrantes del clan Turner en torno a qué hacer con Grahame y su triste deterioro progresivo. El opus de a poco termina desdibujándose como retrato de una celebridad ya mayor, no obstante adquiere fuerza como un análisis sutil y humanista de las postrimerías del amor, concentrándose en el cariño compartido sin darle tanta importancia a las razones concretas del punto final de la relación (la enfermedad, la distancia en años, los fantasmas del pasado, las familias de cada uno, la desaparición del fulgor inicial, etc.). El director Paul McGuigan, artífice de una carrera de lo más errática que promedia obras por lo general afables, no logra que Las Estrellas de Cine Nunca Mueren llegue a descollar como pudiera haberlo hecho pero por lo menos sabe redondear un melodrama inteligente de pérdida que coquetea con el suicidio solapado a raíz del cansancio para con una vida que se extingue…